María Elizabeth de los Ríos Uriarte.
En la obra El extranjero, Albert Camus nos adentra en el terreno de la indiferencia y de la apatía, algo más que el desánimo pero menos que el entusiasmo. En ella, el Sr. Meursault permanece impávido y ausente ante la noticia del fallecimiento de su madre. Usa monosílabos como respuestas para no hilar conversación alguna y ni si quiera recuerda el día exacto de la muerte; sólo está ahí, sin estarlo realmente.
Esta sensación de extranjería es común en este tiempo de la vida en pandemia. Un sentimiento de nostalgia se ha apoderado de nosotros pero, a la vez, una confusión entre el ayer y el hoy que no rinde cuentas claras sobre el mañana y que, además, se alimenta de la sensación asfixiante de permanecer ajeno incluso a la propia vida.
Un nuevo término ha nacido para nombrar esta pesadumbre: tristeza Covid. Consiste en sentirnos atrapados entre la necesidad de regresar a una tierra segura y firme desde donde zarpamos hace más de un año y medio y la conciencia reflexiva de saber que esto no es posible.
Dicen los expertos que esta nueva sensación es como ver tu vida pasar en un tren, pero tú no estás en él, es decir: algo parecido a lo que experimentó el Sr. Meursault ante la muerte de su madre. Debería haberse dolido más, desgarrado las vestiduras, llorar inconsolablemente, maldecir a cuanta persona se cruzara por el camino, pero no, nada de esto, sólo observa lo que acontece sin involucrarse ni estremecerse, sólo está ahí como espectador de su propia vida. Así nosotros frente al Covid.
La acumulación de ausencias, de espacios vacíos y abandonados, la escalada de contagios que no cede, la desesperanza de las vacunas ante las nuevas cepas, los largos periodos de confinamiento, las despedidas que nunca llegaron, las angustias de saber que podíamos estar contagiados y las noches de insomnio esperando otro día igual al anterior han dejado un saldo de tristeza que es preciso reconocer, nombrar y vencer.
La sensación de estar a la deriva puede irse desvaneciendo en la medida en que nos vamos permitiendo reconocer rocas firmes en nuestro trayecto a las cuales aferrarnos para ir reconstruyendo ese espacio seguro que necesitamos. Afirmar lo que tenemos por encima de lo que perdimos, nombrar y agradecer a quienes han llegado a nuestra vida sin pensarlo e incluso sin quererlo pero que han sido capaces de traer una llama de esperanza en tiempos de total desolación, recuperar espacios de encuentros con amigos o familia reacomodando rutinas y hábitos para guardar distancia, usar el cubrebocas, privilegiar espacios abiertos y con buena ventilación, etcétera. Hacer los ajustes necesarios en nuestros horarios para retomar rutinas, eliminar pensamientos negativos y concentrar energías en las cosas buenas que nos ocurren haciendo un esfuerzo por identificarlas diariamente, pedir ayuda de un profesional si se requiere, son acciones que pueden provocar otro estado de ánimo y brindar soporte y esperanza.
Los seres humanos somos seres de costumbres y de rutinas pero éstas las creamos nosotros mismos y así como nos adaptamos a nuevos esquemas, también nos podemos desadaptar de aquellos que no nos ayudan a continuar nuestro camino.
La desolación no puede volverse costumbre, hay que empeñarse en salir de ella y poner los medios para vencerla. Dar pequeños pasos en la dirección correcta ayuda para ir desprendiéndose de la desgana, para ello, el mejor elixir es retomar esos nexos sociales que nos permitían intercambiar ideas, enriquecer nuestros contenidos culturales, cuestionar los propios prejuicios y creencias; en suma, echar a andar nuestra mente mediante el contacto con los demás.
Por muy cómodo que nos haya resultado estar en casa y que nos hayamos adaptado al exilio, ser ermitaños no forma parte de nuestra naturaleza humana, tampoco el ver la vida pasar como espectadores indiferentes; retomar las riendas de nuestra vida es posible. Entenderlo en nosotros mismos y en los demás será crucial en los próximos meses.
La autora es profesora e investigadora de la Facultad de Bioética. Universidad Anáhuac México.