*La inmaculada percepción.
/Vianey Esquinca./
Nada logró que la popularidad del Presidente bajara a menos de 60%.
Vianey Esquinca
Quedan nueve días para que Andrés Manuel López Obrador abandone la silla presidencial. Ojalá sea para siempre y no deje la puerta entreabierta por si Claudia Sheinbaum se atora y necesita “un consejito”. Fueron seis años de un gobierno que rompió con esquemas y patrones conocidos.
Se le debe reconocer su capacidad de convertir a la mañanera en una fuente inagotable de memes y distractores; su talento para conectar con sus seguidores utilizando frases más pegajosas que el último éxito de reguetón: “me canso ganso”, “abrazos y no balazos”, “fifís”, “callaron como momias” llegaban directo al corazón de su grey. Nunca utilizó palabras rimbombantes propias de un neoliberal conservador como resiliencia, revictimización, visibilización. Él prefería las suyas: “estuvistes, dijistes, planteastes”. Lo suyo era una especie de rebelión lingüística, una revolución en cada conjugación: ¿Y quién necesita la gramática si el pueblo te entiende? Como él mismo lo decía: “es parte del habla de los pueblos”.
Estos años demostró ser un mandatario que resistió los escándalos de corrupción de sus hijos y de sus cercanos, no hubo periodicazo o reportaje que lo moviera de su lugar. ¿Masacres? ¿Desplantes? ¿Violencia? ¿El pésimo manejo que hizo de la pandemia? Nada hizo que su popularidad bajara a menos de 60%.
Se va un hombre que, sin duda, entendió que la austeridad es un gran disfraz. Esos zapatos viejos y el traje que le colgaba no eran descuido, eran estrategia. Porque, claro, entre más sucio el zapato, más cercano al pueblo te ves. Como el tío que llega a la fiesta familiar con la camiseta rota, pero con las mejores historias.
Como estratega electoral tampoco se quedó atrás. Armó un ejército de servidores de la nación que utilizó primero para repartir apoyos y luego como mapaches electorales. Fueron los testigos del Peje que iban de puerta en puerta con el recordatorio sutil de: “acuérdate de quién te da, pero también de quién te lo puede quitar”.
López Obrador tuvo esa paciencia de santo que soportó dos derrotas presidenciales antes de por fin calzarse la banda presidencial. En ese tiempo, sin embargo, acumuló no sólo experiencia, sino un profundo rencor y no hay mejor maestro de la venganza que el que ha sido rechazado varias veces.
Fue el resentimiento en el que lo transformó en el Terminator Tropical de las instituciones que le negaron lo que a su juicio le correspondía, por lo que hasta el último día de su mandato gobernará golpeando al sistema democrático.
Por supuesto no se podrá olvidar, aunque eso no lo digan los libros de texto, su testarudez a prueba de inteligencia. Una vez que le pasaba algo por la cabeza, lo ejecutaba, sin importar el caos que dejaba a su paso, ya fuera la rifa del avión presidencial, la cancelación del aeropuerto de Texcoco, para hacer uno que no termina de despegar, o el Tren Maya.
Se va el Presidente más contradictorio, que comenzó su carrera criticando al Ejército para después darle todo el poder. La militarización era mala… hasta que fue buena. El que nunca reconoció un solo error en público y el que logró que sus seguidores le perdonaran que les dijera mascotas, que señalara como “un hombre vestido de mujer” a una persona trans o que arremetiera contra las feministas y las víctimas.
Todo esto pudo hacerlo López Obrador porque también tuvo un sexenio en donde la oposición nunca se convirtió en verdadera alternativa para la gente, que no logró armar un discurso que resonara. Una oposición capturada por los líderes partidistas que no supieron aprovechar el descontento ciudadano ni las movilizaciones sociales. Le dieron manga ancha al tabasqueño y él la aprovechó.