Un muro lleno de ojos abiertos.

*Carmen Lucía Alvarado* .

“¿Y por qué ponemos sus rostros sobre los muros? Porque también buscamos nuestros restos. Ahora que sus ojos abiertos le dan a este muro el humor de vida, ahora que sus iris de papel están despiertos, podemos vernos”.

Nací en febrero de 1985. Fui la respuesta de mis padres ante la muerte. Me buscaron en el silencio como reclamo de la vida sobre el miedo. Invocaron mi nombre y, por razones del amor, entré en la materia. Mis padres se salvaron. Aunque a veces creo que siguen sintiendo la persecución en sus espaldas.

Mientras escribo estas líneas hay personas que imprimen los rostros de varios estudiantes y catedráticos del Centro Universitario de Occidente (CUNOC). Lo hacen porque con esos rostros cubrirán un paredón del llamado Polvorín, en la que alguna vez fue la Zona Militar de Quetzaltenango. Se imprimen sus rostros porque fueron asesinados o desaparecidos durante el Conflicto Armado Interno, la forma en que hemos dado en llamar a esas décadas de horror que acabaron con la vida de cientos de miles de personas.

Nací en febrero del año 1985. Casi todos los asesinatos y desapariciones que acá se recogen son posteriores a mi nacimiento. El tiempo es tan relativo. Recuerdo a mis padres hablar de su pasado como algo muy lejano y no como quien acaba de cruzar la calle para salvarse de sus perseguidores. Apenas unos cuantos años los separaban de muertes, de silencios, de miedos. Las cosas no estaban para nada tranquilas entonces. No nacimos en la paz los que nacimos en aquellos años. Y, sin embargo, invocamos al amor en el vacío de una ciudad asustada.

Leo los nombres, veo los rostros. No hay olvido posible y por eso a través de estas palabras abro un surco en la tierra. Lo repito 53 veces y digo los nombres. Como semillas caen en la humedad de una tierra que todo lo hace brotar, y los desaparecidos hoy aparecen en el conjuro de la materia.

El ahora Centro Intercultural de Quetzaltenango fue un lugar de tortura para desaparecidas y desaparecidos durante el conflicto armado. Foto de Juan Esteban Calderón

Papel y tinta. Solo un nombre, alguna fecha, una fotografía borrosa. ¿Qué es eso comparado con el hermoso misterio de vida que habitó en su carne y en sus huesos?

¿Qué es eso comparado con el pulso que marcaba el tiempo en su tórax?

¿Qué trae una imagen del torrente sanguíneo que hizo posible su pensamiento?

Pero estamos en la materia, madre común de todo lo que conocemos. Y en la materia lo mismo es sangre que tinta, lo mismo es placenta que cemento; y así el paisaje y el lugar en donde hayan quedado sus restos sienten, y si volver a la vida no es posible, cuánto se le parece la materia infectada de memoria.

Diógenes, Ricardo, Lucila: acomoden estas palabras que los tocan desde el tiempo. Óscar, René, Cornelio: escuchen estas voces que les llaman. Gloria, Flor de María, Federico: abran los ojos sobre este muro y vean el ritual de la memoria que les abraza. Manolo, Vicente, Rosa: del lado de la muerte escuchen sus nombres y recuerden que fueron hijos, hermanos, amigos, que su sangre no salió en vano, y que el dolor se convierte en flor cuando decimos sus nombres. La memoria humedece la tierra en la que descansan y si no sabemos en dónde están, lo haremos desde cualquier parte, porque la tierra es toda la misma por más distancia que la agigante. Hasta que sea barro moldeable, hasta que las raíces y los pequeños bichos que en ella caminan repliquen el pálpito de cuando estuvieron vivos.

Familiares de las víctimas participan en el empapelado realizado en el sitio conocido como “Polvorín”, que fue la zona militar de Quetzaltenango. Foto de Juan Esteban Calderón

¿Y por qué ponemos sus rostros sobre los muros? Porque también buscamos nuestros restos. Ahora que sus ojos abiertos le dan a este muro el humor de vida, ahora que sus iris de papel están despiertos, podemos vernos. También nos estamos buscando porque desde que se los llevaron no estamos completos. Ahora lo entiendo: los que nos quedamos también estamos perdidos, también nos morimos un poco en esas calles. Acá está el cerro, el volcán y el río, acá el valle y la ceniza que llueve ligera sobre los nombres ocultos. Por eso el silencio en la ciudad fría.

Quizá las cosas sigan doliendo, quizá el silencio fue el escondite, quizá quisiéramos que todo fuera más bello, pero queremos que despierten un momento porque nada se parece a la palabra adiós que nunca se dijo, nada se parece a la daga de la muerte repentina que nos atraviesa. Y sin embargo es nuestro deber recordar que las flores siguieron naciendo y en el lugar en el que nombramos el dolor también nace la vida.

Pido un espacio en este muro para los que quedaron vivos, porque hubo gente que no murió del cuerpo, pero les mataron cruelmente su espíritu atrevido y libre. Deberíamos buscar los rostros de los jóvenes que vieron la sangre regarse, que vieron la muerte posarse sobre los cuerpos, que se quedaron con el sabor de la bala en la boca. Buscar los rostros de los padres y madres que se preguntaron décadas por sus hijos, que se fueron de la vida recordando repetidas veces la última vez que los vieron. Los rostros de las amigas, de las hermanas, de las parejas. Pido un espacio para ese silencio con el que nos protegimos del dolor.

Mientras escribo esto las hojas de papel con sus rostros y nombres impresos son ordenadas por personas que mañana las pondrán sobre el muro del Polvorín. Abrirán sus ojos en el muro y desde ahí nos verán llegar, porque la materia tiene memoria y porque el amor es la extremidad fantasma que le da sentido al dolor y a la esperanza, que le da sentido a todo.

*Carmen Lucía Alvarado. Poeta y editora. Ha publicado los libros de poesía Imagen y semejanza (Editorial Cultura, 2010) y Poetas astronautas (Catafixia Editorial, 2012). Coordinó la antología crítica El futuro empezó ayer. Apuesta por las nuevas escrituras de Guatemala (Unesco/Catafixia Editorial, 2012). Actualmente dirige el proyecto Catafixia Editorial.

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