Paralaje.
/ Liébano Sáenz /
En un mundo marcado por la incertidumbre, sacudido por guerras absurdas, el ruido digital y el vacío espiritual, ha sido elegido un nuevo papa. Su nombre, León XIV, aún resuena con asombro entre los mil quinientos millones de Un papa para el alma del siglo XXI católicos. La elección del nombre no es casual: remite a León XIII, el pontífice que abrió el diálogo entre la Iglesia, la ciencia y la cuestión social. El nuevo papa parece dispuesto a retomar ese legado, llevándolo más lejos en un mundo fracturado que clama paz, reconciliación espiritual y sabiduría política.
No era el favorito, pero lo improbable, cuando está cargado de sentido, se convierte, como en este caso, en signo del Espíritu. Este pontífice, de origen norteamericano y raíces multiculturales, con formación agustiniana y sensibilidad social, no busca notoriedad sino trascendencia. Desde su aparición en el balcón, encarna algo más que un relevo institucional: es un signo de los tiempos, una interrupción significativa en una historia eclesial que parecía extraviada.
Su elección ocurre cuando el liderazgo político degenera en espectáculo, y el poder, en farsa populista. En ese contexto, su figura puede representar un contrapeso ético: no un poder frente a otro, sino una voz serena que recuerde que el poder sin alma degenera en violencia. Desde el Vaticano, este papa tiene la posibilidad de convertirse en fuente de paz y lucidez. Su palabra no busca imponer, sino despertar y reconciliar. No condena: convoca.
Su filiación agustiniana inspira una visión espiritual y realista de un mundo desgarrado. Parece saber que la Iglesia no puede transformar si no se transforma. Y que, para volver al Evangelio, hay que despojarse de máscaras, burocracia estéril y miedos. En su visión de futuro caben temas impostergables: reforma del celibato, inclusión de la mujer en el ministerio, y tolerancia cero ante los abusos. No son concesiones al mundo moderno, sino exigencias de coherencia con el mensaje cristiano.
Matemático de formación, cree que fe y razón no se excluyen. Su elección representa una esperanza concreta. El mundo contempla a León XIV como quien contempla un amanecer inesperado: con esperanza, con fe renovada, con el anhelo de que el espíritu de Dios vuelva a penetrar el alma humana.