Rúbrica.
Por Aurelio Contreras Moreno.
Las elecciones de 2018 significaron un parteaguas histórico en la vida pública del país, sin ninguna duda. Y también parecen representar el fin del sistema de partidos políticos como lo conocemos en la actualidad.
Nadie con dos dedos de frente podría poner en duda que el voto masivo que recibió Morena en esos comicios de manera alguna responde a una identificación partidista, programática y mucho menos ideológica de la población mexicana con sus planteamientos.
Es claro que ese alud de sufragios no lo hubiese alcanzado Morena en un escenario en el que no llevara como candidato presidencial a Andrés Manuel López Obrador, quien tampoco recibió el apoyo de 30 millones de electores por sus propuestas políticas específicas –más allá de “terminar con la corrupción”-, sino porque representó el mazo con el cual los ciudadanos mexicanos destruyeron la base de una partidocracia corrompida hasta la médula.
Los resultados de esa brutal ruptura del sistema político mexicano los podríamos clasificar, por un lado, en la altísima concentración del poder en una sola figura política, la del actual Presidente de la República, que con base en ello reclama para sí todos los fueros de la antigua “presidencia imperial”, en la que los deseos y decisiones del titular del Ejecutivo federal eran incuestionables.
“¿Qué horas son? Las que usted diga, señor Presidente”, reza una vieja conseja de la política mexicana, que refleja fielmente lo que representa el presidencialismo omnímodo que parecía haber sido desterrado de México desde la segunda mitad de la década de los 90 y que fue resucitado con inusitada fuerza en 2018.
Ese mismo terremoto político implica, por otro lado, el derrumbe de los partidos políticos como la base del sistema de acceso al poder. Su desprestigio, su futilidad, su ausencia respecto de los verdaderos problemas del país y, por sobre todo, su proclividad a corromperse provocaron tal hartazgo, tal desencanto, que hoy están convertidos en meros cascarones vacíos, sin nada adentro. Ni siquiera militantes.
De acuerdo con la más reciente actualización de los padrones de militancia dado a conocer por el Instituto Nacional Electoral a partir de los mismos datos proporcionados por los partidos políticos, éstos sufrieron la pérdida de importantes porcentajes de sus afiliados de un año a la fecha. Algunos, al borde de sostener simples membretes.
Todos los partidos, salvo el Verde Ecologista, sufrieron sensibles bajas en su militancia. Incluido el gobernante Morena, que registró una disminución en su número de afiliados de 12 por ciento. Muy considerable tratándose del partido en el poder, con mayoría en las cámaras del Congreso de la Unión y en varias legislaturas estatales, y que acaricia la posibilidad de consolidarse como el nuevo instituto político hegemónico del país.
El PAN también resintió una importante pérdida de militantes, del orden del 38 por ciento. Mucho más grave fue la situación de Movimiento Ciudadano y el Partido del Trabajo, que perdieron cada uno a 51 por ciento de sus integrantes. Más de la mitad.
Y en donde están al borde del cataclismo es en el PRD y en el otrora poderoso Partido Revolucionario Institucional. Del “sol azteca” se fue el 75 por ciento de su militancia, mientras que el tricolor, el partido que hasta hace año y medio gobernaba el país, fue abandonado por 76 por ciento de sus miembros. Tres cuartas partes. ¿Quién seguirá en el PRI?
Llama la atención que, contra esta tendencia, el nefasto Partido Verde –la sanguijuela electoral más dañina de este país- no solo no perdió miembros, sino que registró un incremento de 51 por ciento. Inexplicable, salvo por el hecho de que su alianza con el actual partido en el poder –lo cual resume toda su ideología y praxis política- ha resultado atractiva para un buen número de tránsfugas de otros partidos –y en especial del PRI- que lo ven como su “tablita de salvación” para continuar pegados a la ubre presupuestal.
El registro de nuevos partidos que se concederá este mismo año a varias asociaciones no cambia en lo esencial este escenario. A lo sumo, servirán para negociar posiciones, sin propuestas reales ni constructivas, salvo contadísimas excepciones.
El mensaje es claro: así como están, los partidos ya no representan a la sociedad. La partidocracia está en estado terminal. Pero lo que estaría por sustituirla es un retorno a la más detestable autocracia y, por ende, a un suicidio democrático.
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