Una ciudad de 500 años

Héctor Calderón Hallal

Y es cierto: así como el París de Enrique VI… la Ciudad de México bien vale una misa.

Su valor, en sentido nominal estricto es incalculable. Para la historia, para la geopolítica, para la economía.

Sin esta ciudad no hay país, así de sencillo. Porque en el caso de México… la nación lleva el nombre de la ciudad y no al revés.

Entelequia misma de eso que llamamos ‘mexicanidad’, porque desde que se tuvo  conocimiento de su existencia, todo mexicano supo que tenía un recinto para la emoción, la ilusión y la imaginación.

A lo largo de la corta vida de esta joven nación de poco más de 200 años, la ciudad ha sabido ser, serena y categóricamente, la capital de todos los mexicanos. No hay otra ciudad más importante que esta en la nación mexicana.

Ha sabido ser madre amorosa en la orfandad y la tragedia de muchos mexicanos que llegamos en busca de una nueva oportunidad. Ha sabido ser maestra paciente y analítica, que descubre la más recóndita potencialidad o talento del artista y que, implacable también, sabe enseñar con la crudeza del hambre y de la adversidad.

Ha sido marco referencial idóneo para la consolidación de muchas grandes fortunas forjadas desde abajo, a base de tesón y pocas horas dedicadas al sueño.

Ha sido indiscutiblemente, el fiel anfitrión de todo aquel ciudadano universal que concibió y buscó en América, aquella tierra soñada de oportunidades en los siglos 19 y 20… y que debe seguir siéndolo en el 21 para los aquí nacidos y para todo aquel corazón bien nacido y provisto de gratitud.

Después de los de México… se multiplicaron en muchos pueblos mexicanos del pasado reciente (metrópolis y capitales estatales dirán hoy) los “Chapultepec”, las colonias “Tepeyac”, las villas de “Guadalupe”, los “Polanco”, las “calzadas de los Insurgentes”… bueno, hasta muchas plazuelas  reciben el apelativo de “Zócalo”… pero la Ciudad de México es la “hermana mayor” y como bien reza el estribillo: “Ya saliendo de México, toditito es Cuautitlán”.

Ciudad que nos ha obligado a cierta ‘mansedumbre’ a todos sus habitantes, en aras de esos conceptos aludidos  como la ‘civilidad’ y gobernanza, pero que nos incita henchidos de rebelión intelectual y de orgullo, a descosernos el alma de vez en vez con un buen mezcal  y frente a los versos del malogrado Guadalupe Trigo, quien mejor le cantó en español  a ‘Mi Ciudad, rehilete que exhalta la vista al girar’.

O con los versos incendiarios de Efraín Huerta, ‘el poeta rebelde’, guanajuatense de nacimiento pero capitalino por adopción: “Esta ciudad de ceniza y tezontle cada día menos puro, ciudad de acero, sangre y apagado sudor”.

Hoy, en el quinto centenario de la ‘historia oficial’, en que por decreto se nos ha impuesto que un 13 de agosto de hace 500 años se fundó la gran México-Tenochtitlán, brindo no solo por la grandeza de esta noble y bendita ciudad que me ha recibido, sino por la capacidad humana para construir en lo incomprobable, para retar a la inteligencia colectiva desde los aposentos del poder, tratando de imponer fechas y hechos.

Porque lo más importante de la historia, no son el recuento exacto y secuenciado de los sucesos, sino la capacidad del hombre para entender el contexto en que se dieron y la obtención de un razonamiento sobre esos mismos hechos, para el aprovechamiento de los aciertos de quienes nos antecedieron o para no cometer sus mismos errores en el presente y en el futuro, pero ante todo, para conocernos mejor como conglomerado social y como raza humana. Para entender mejor nuestro presente y para diseñar mejor nuestro futuro.

Porque así tuviera 250 o 10,000 años de existencia nuestra gran ciudad, de nada valdría celebrar esta fecha si viviésemos permanentemente divididos por el odio racial o por los complejos –de inferioridad o superioridad- forjados desde las motivaciones del poder, casi siempre con fines de dominación y control ideológico.

Hoy más que nunca, me niego a ser parte de una ‘resistencia’ y, pidiendo perdón a los dueños de la verdad oficial del México de hoy, con esto demuestro, como muchos millones de mexicanos –estoy seguro- que el atributo de rebeldía y afán de cambio no son propios de sus panegíricos y seguidores.

Que siendo mis pensamientos más apegados al centro-progresismo, no creo en ‘una historia oficial’, sea del tema que se trate; mucho menos si es respecto de algo tan sagrado como nuestros orígenes fundacionales mismos.

Ningún códice constituye para mí, como para la mayoría de mexicanos, la verdad absoluta, porque fueron escritos e interpretados, a conveniencia y capricho de los ‘vencedores’ en esta historia… porque como siempre, la historia la escribe el vencedor.

Así que aunque el pulque y la tortilla misma, fueran aportaciones occidentales, como la fé o como el lenguaje, en nada cambiaría mi orgullo ni mi gratitud a todos los antiguos mexicanos, sean de origen indoamericano o europeo o de donde fuesen, por su gran legado, su sacrificio y su historia misma, forjada con sangre y sacrificio a lo largo de los siglos.

Nadie tiene la patente de la historia, por más poder o pseudo legitimidad que ostente.

Ningún poder profano, por ‘democrático’ y atemporal que sea, obtiene el derecho de cambiar tres cosas que son por demás sagradas e intocables: la fé, las tradiciones y la ideología de un pueblo. Quien se mete con eso, juega con lumbre.

Le pido al Creador que me conceda vivir para dentro de 10 años, cuando esperemos que haya una cura para la pandemia, escuchar de los niños nacidos hoy, en la fecha oficial del nacimiento de nuestra Ciudad, pronunciarse por sus anhelos, elevando su tono, uniendo y representando sus diferentes voces… porque será de ellos de quienes escuchemos la verdad: aquellos niños que piden porque los dejen nacer, porque les heredemos un mundo limpio, por los niños sin paz y por los que no tienen pan, por los niños sin escuela, por los niños explotados laboralmente… por los niños enfermos de un mal terminal.

Porque como reza el canto, sólo en ellos está la verdad.

Y es a ellos a los únicos a quienes debemos pedir un perdón por anticipado, por los daños y agravios que les generamos con nuestras actitudes mezquines de odio y polarización entre hermanos.

Es quizá el canto del niño del siglo 19 al que hace alusión el cenotafio de esa misteriosa tumba en el viejo Panteón de San Fernando, de la colonia Guerrero de la Ciudad de México y donde presumiblemente estuvieron por varios años los restos del Benemérito de las Américas, Don Benito Juárez García: “Silencio. No despertéis al niño que duerme en este mausoleo”; es ese infante quizá el celoso guardián de la justicia y la reivindicación del pueblo mexicano, al que también hace alusión Guadalupe Trigo: “Mi ciudad es la cuna de un niño dormido”… un niño que se volverá un gigante implacable con quien se atreva a perturbar su tranquilidad y su paz.

Es la personificación del pueblo de la Ciudad de México, muy seguramente.

Salud pues…  y larga vida a la noble y leal Ciudad de México.

 

 

Autor: Héctor Calderón Hallal

 

Twitter: @pequenialdo

 

 

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