/ Víctor Hal Díaz /
El 24 de septiembre de 1944, sobre la isla Bellona, un avión militar se estrelló con veinticuatro soldados heridos a bordo. Entre ellos iba Mary Louise Hawkins, enfermera de apenas 21 años. El impacto fue brutal. En medio del caos, un hombre se ahogaba frente a ella: un trozo de metal le había destrozado la garganta y la sangre lo estaba asfixiando. No había tiempo, no había instrumentos, no había nada.
Mary improvisó. Rasgó un chaleco salvavidas, lo convirtió en un tubo rudimentario y, contra todo pronóstico, salvó al hombre. No por minutos. No por horas. Lo mantuvo vivo durante diecinueve horas seguidas, sin apartarse de su lado, succionando y drenando la sangre una y otra vez, hasta que llegó el rescate. Diecinueve horas de agotamiento absoluto. Diecinueve horas que habrían acabado con cualquiera, pero que a ella la convirtieron en leyenda.
Todos sobrevivieron porque Mary no los dejó morir. Más tarde recibió la Cruz de Vuelo Distinguido, una de las máximas condecoraciones militares. Pero las medallas, por brillantes que sean, nunca alcanzan a contar lo que ocurre en la desesperación: la sangre, el miedo, el pulso que se apaga y una mujer que se niega a rendirse.
Después de la guerra, Mary siguió adelante. Estudió, trabajó, viajó por Arabia Saudita, Texas, África y volvió a su país. Siempre en movimiento, siempre sirviendo. Resistió la guerra, el exilio y la arena extranjera. Murió en 2007, a los 86 años, discretamente, como viven aquellos cuya grandeza se esconde bajo una modestia férrea.
El mundo no se detuvo para honrarla. No hubo titulares ni monumentos. Pero quizás debería haberse detenido, al menos un instante, porque en aquel avión destrozado, una joven enfermera demostró que la voluntad humana puede desafiar incluso al destino.