Viene lo bueno

Lo único evidente sobre la corrupción es que cambió el partido en el poder, pero no las prácticas tradicionales

Luis Rubio

Este será un año decisivo para México. Será la última oportunidad para el gobierno y la última oportunidad para la oposición. El choque entre ellos determinará si México sigue a la deriva o si encuentra un camino de salida ante el pésimo desempeño de ambos en los últimos dos años, pero, especialmente, por las torcidas preconcepciones y prejuicios ahistóricos que animan al presidente.

Los factores que determinarán el devenir de este año son muy claros. Lo que no es evidente es qué forma cobrarán, sobre todo porque mucho dependerá de la manera en que el presidente reaccione frente a las circunstancias y qué tanto (más) éstas se vayan complicando.

Ante todo, el gran imponderable serán las consecuencias sociales de la pandemia y de la lógica política de la vacunación. Hasta ahora, el gobierno ha estado muy tranquilo, suponiendo que la combinación de transferencias clientelares y un manejo cauto de las finanzas públicas bastará para evitar una gran crisis. Sin embargo, nada de eso atiende al monumental problema de desempleo y quiebra de empresas que arrojó la pandemia. Evidentemente, el gobierno no es culpable de la pandemia, pero no cabe ni la menor duda que suya será la cuenta de los platos rotos, parte por lo que no hizo al inicio y parte por su desdén hacia el virus y la población. La terca realidad no espera.

En segundo lugar, la coalición morenista es un ente por demás inestable desde su origen, a lo que se suman las agendas de grupos disímbolos y los intereses naturales de los aspirantes a la candidatura presidencial de 2024. La coalición sumó a grupos, fuerzas e intereses del más diverso origen, ideología y objetivos, condición necesaria para ganar la presidencia hace dos años. Sin embargo, las divergencias internas, los conflictos que ahí bregan y la total ausencia de institucionalización implican que la administración de ese ente complejo es casi imposible, lo que ya afecta su alineamiento de candidaturas pero, sobre todo, la dinámica política y del gobierno en los próximos tres años. Si bien todas sus fuerzas comparten el objetivo común de ganar la elección legislativa de junio, sus divergencias inexorablemente, poco a poco, irán ganando fuerza. Es de anticiparse que las agendas contrapuestas, muchas de ellas radicales, de las tribus morenistas consumirán buena parte del tiempo del presidente en el futuro mediato, con consecuencias potencialmente funestas.

Tercero, la corrupción fue quizá el factor nodal que le confirió la legitimidad ganadora al presidente en 2018, pero el actuar gubernamental no ha hecho nada por disminuirla, como ilustran innumerables ejemplos de corrupción dentro del propio gobierno y de Morena. Lo único evidente es que cambió el partido en el gobierno, pero no las prácticas tradicionales. En adición a lo anterior, el embate contra los expresidentes muy probablemente llevará más a ajustes de cuentas terminando el sexenio que a una exitosa persecución judicial, lo cual, incrementalmente, irá calando en el ánimo de los liderazgos morenistas, comenzando por el propio presidente. En ausencia de una estrategia para la erradicación de la corrupción desde sus causas, el gobierno estará tan expuesto en el futuro como lo están sus predecesores, si no es que más. Las revanchas no serán amables.

Cuarto, la popularidad del presidente sigue siendo elevada, lo que podría traducirse en un resultado electoral menos dañino de lo que ha sido la experiencia con los votantes desde que los votos se cuentan bien, al menos desde 1997. En cada intermedia desde entonces, el partido en el gobierno perdió terreno, en algunos casos dramáticamente. Con todo, es imposible que se repita la faena del 2018 tanto por la erosión natural que sufren los gobiernos en funciones como por las condiciones económicas en que llegaremos a junio próximo. Más allá de la popularidad, no es posible ignorar que la suma de votos para el legislativo de todos los partidos que postularon al hoy presidente quedó muy por debajo del 50% en 2018. Hasta una pequeña erosión en las preferencias cambia el panorama político de manera radical.

Finalmente, aunque todo en Morena es sobre el poder e intentarán preservar la paz interna en aras de ganar el Congreso, las contradicciones internas son tan grandes que el gran factor de cohesión y contención, el presidente López Obrador, va a verse presionado desde todos los vértices. En un momento de emergencia económica y social como éste, en lugar de concordia y paz, el país sufrirá más polarización, conflicto y malas decisiones. Nada de eso ayudará al gobierno y menos al país.

Si uno extrapola del pasado, todo indica que el escenario más probable para Morena no será benigno en junio próximo. Desde luego, mucho dependerá de lo que hagan el gobierno y la oposición. El gobierno tiene el sartén por el mango y, de cambiar sus prejuicios dando un giro sensible en su estrategia económica y de polarización, el panorama podría serle menos negativo, aunque el tiempo apremia. Por su parte, si los partidos de oposición nominan candidatos susceptibles de ganar con una narrativa creíble y esperanzadora (y, desde luego, no se canibalizan unos a otros como en Puebla), el resultado abriría oportunidades para un mejor futuro después de 2024.

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