Por Yamiri Rodríguez Madrid
Aun no arrancan las campañas electorales y la violencia política comienza a desbordarse en la entidad veracruzana. Primero fue el atentado que sufrieron en Oluta la diputada local Florencia Martínez Rivera y la Fiscal Regional en Acayucan, mientras comían en un restaurante de ese municipio del sur veracruzano el pasado 2 de febrero.
Después del suceso la legisladora morenista no descartó que se tratase de una revancha política por el trabajo realizado con Morena, y el cual, según sus propias palabras, ha causado una gran molestia en políticos de la región, sin señalar a nadie ni a ningún partido.
Una semana después, el 11 de febrero, se registró el asesinato del precandidato de Morena a la presidencia municipal de Úrsulo Galván, Juan Gilberto Ortiz Parra. A plena luz del día fueron varios tiros los que le propinaron en una céntrica calle del municipio. Inmediatamente, Esteban Ramírez Zepeta, hoy sin cargo partidista, pero el único que se hace presente, salió a pedir justicia a las autoridades. Unas horas después, en un jueves negro, la fiscal veracruzana, Verónica Hernández Giadáns, acompañada del gobernador Cuitláhuac García Jiménez, anunciaron que ya se habían iniciado las indagatorias, de ese asesinato y del atentado contra policías en Orizaba.
Y aunque se insista de que en Veracruz no hay focos rojos, lo cierto es que el ambiente se pone aún más denso, sobre todo cuando el blanco son actores políticos.
Por eso para las autoridades electorales se presenta una triple complejidad: los retos que ya de por sí presenta organizar una elección en un estado tan grande y diverso como el nuestro; en segundo término, por el riesgo que implican los más de 53 mil casos de Covid19 que ya tenemos y, tres, porque la violencia que nos tiene permanentemente en el ojo de los medios nacionales e internacionales, inhibe además la participación ciudadana, el voto.
@YamiriRodriguez