* Sarah Babiker .
Foto: Nanterre el 29 de junio tras la marcha blanca en honor a Nahel, el joven adolescente asesinado por un policía el 27 de junio. (Maurizio Orlando / Hans Lucas)
El pasado marzo se viralizaron unas imágenes: Una pareja charlaba tranquilamente sentada en una terraza de Burdeos. Mientras, de fondo, en lugar de ver un escenario de postal con turistas felices y edificios nobles, había humo y fuego. Francia llevaba semanas de manifestaciones en protesta por la reforma de las pensiones de Macron, y las llamas se extendían por las ciudades como muestra inequívoca del conflicto. Aunque no faltaban quienes cuestionaban que el recurso al fuego y los disturbios era una de esas estrategias que invalida tus argumentos, también eran muchas las voces que admiraban la forma en la que la ciudadanía francesa contesta con contundencia cuando pretenden quitarles derechos, y eso, a pesar de tener unos cuerpos de seguridad cada vez más violentos y represivos.
Durante la última semana, después de que Nahel, un adolescente de 17 años fuera asesinado por la policía durante un control de carretera, las llamas han vuelto a ser la respuesta a la conciencia de injusticia. Esta rebelión, protagonizada por miles de chavales de origen migrante, ha sido señalada como algo otro, vandalismo ejercido por agentes externos a lo francés, por más franceses que sean quienes están en las calles. Y es que en plena escalada de alterización nadie se ha planteado que quemar cosas como forma de protesta es una costumbre bastante francesa.
Por otro lado, la represión policial no es solo un problema de las juventudes racializadas francesas sino que afecta a toda la ciudadanía que protesta y planta cara a un régimen de achicamiento del estado social, como bien saben los chalecos amarillos o quienes se manifestaron contra la reforma de pensiones. Tampoco la muerte de Nahel ha interpelado solo a las personas de origen migrante, prueba de ello fue la masiva Marcha Blanca que el pasado 29 de junio recorrió la ciudad del adolescente en su memoria.
Hay una cuestión de sujetos y de escala. Sujetos a los que ni siquiera se consideran sujetos sino masas que optan por reventarlo todo porque esa sería su costumbre, su inercia bárbara, ese es el imaginario que se extiende como la pólvora por las narrativas europeas, que se empeñan en estrechar el foco, centrarse solo en estas secuencias tan cinematográficas de chavales indistinguibles entre sí corriendo, saqueando o increpando a la policía. Elige este relato deleitarse solo en una violencia, la que se ejerce contra las cosas, los edificios, los coches. La violencia que se ejerce contra las personas, contra esos mismos jóvenes de manera rutinaria, esa no sale en la fotografía.
No hablamos sólo de cuando la policía mata a quemarropa a un chico como ellos, sino también de una violencia más sutil, indistinguible para quien no lo haya vivido, para los ciudadanos de bien que viven en la ficción de que cada cual está donde se merece, y disfruta de la Francia hermosa, de sus mieles, en lugar de pudrirse en sus abandonadas periferias. La violencia de que tu cuerpo sea siempre sospechoso, carne de redada, de mirada de sospecha. Que tu cuerpo sea considerado un cuerpo extraño en el país donde naciste.
Fuera de ese foco fascinado con el fuego, de esa mirada que solo quiere ver pruebas para reafirmar su teoría de que quienes protestan son gente de segunda, caprichosos bárbaros, quedan las humillaciones ejercidas en el pasado y el presente
Hace unos años Sarkozy —el mismo que llamó chusma a la juventud de las banlieue cuando los barrios estallaron en 2005 como respuesta a la muerte de dos adolescentes— preguntó a los franceses por la identidad francesa. La propuesta encajaba con un identitarismo francés que es la otra cara del racismo colonial, este anhelo de preservar una idea de país de lo que se señala desde partidos nacionalistas y medios de comunicación, desde programas políticos o desde el urbanismo, como una infección. Miles de personas son consideradas en su propio país una amenaza, un factor que contamina. Fuera de ese foco fascinado con el fuego, de esa mirada que solo quiere ver pruebas para reafirmar su teoría de que quienes protestan son gente de segunda, caprichosos bárbaros, quedan las humillaciones ejercidas en el pasado y el presente.
En un hilo de twitter el veterano periodista francés François Camé despliega una genealogía de esta humillación que arranca en la colonia y se perpetúa en la contratación de trabajadores en origen, mano de obra barata a la que se pesaba, media y miraba los dientes antes de ser embarcados a la metrópoli. No había mucho de la próspera Francia para ellos; alojados en barracones eran reducidos a brazos, un ejército proletario al servicio de bajar los costes laborales de las grandes empresas. Esa es la gente que acabó viviendo en los feos HLM, en las banlieues. Mientras se les imponía la asimilación cultural se les excluía en el resto de sentidos: geográficamente, económicamente, habitacionalmente. En un país orgulloso de la belleza de sus ciudades, de su patrimonio histórico, se reservó lo más feo a las personas migrantes en una exclusión “estética” que les recordaba a ellos y a sus hijos y sus nietos que no merecen lo bueno y lo elevado, lo bello, una pedagogía del sobrar, que deslegitima tu existencia generación tras generación.
Es a esa humillación histórica y cotidiana a la que prenden fuego estos jóvenes, quemando comisarías o coches, autobuses y escuelas. Uno no quema lo que siente propio, sino que se ensaña contra aquello que considera espacio enemigo, de agresión. El respeto a la policía y las instituciones, el apego a las ciudades, funciona cuando las consideras tuyas, si te protegen, si te acogen. La gente tiene la costumbre de despreciar a quienes les desprecian.
La ultraderecha aprovecha el momento para ondear sus narrativas: el árabe como salvaje que mantener fuera del “jardín” europeo, la izquierda como cómplice necesaria de esta “invasión”, los antifascistas, enemigos de los valores europeos, incendiando el país del lado del enemigo
Mirar el fuego con fascinación en esta sociedad del espectáculo donde la viralización aturde todos los debates, deja fuera toda causalidad y estructura. Todo se explica con el origen, con la religión, con la cultura, en un ejercicio de esencialización que deshumaniza al otro. El mecanismo está ya muy bien aceitado, se repiten las mismas ideas, los mismos argumentos, en una ultraderecha que aprovecha el momento para ondear sus narrativas: el árabe como salvaje que mantener fuera del “jardín” europeo, la izquierda como cómplice necesaria de esta “invasión”, los antifascistas, enemigos de la decencia y los valores europeos, incendiando el país del lado del enemigo, y ya, para los más avanzados en el delirio, Soros y las élites globalistas conspirando para efectuar el gran reemplazo.
Las personas árabes, africanas, musulmanas o en general no blancas se ven amalgamadas en un enemigo abstracto, e interconectado, en el que los actos de cada una de millones de personas son atribuidas al conjunto. Así, desde el régimen opresor talibán, al ataque contra niños y niñas de un ciudadano sirio mentalmente alterado, todo eso pesa sobre las espaldas del chaval de la banlieue. Es como si cada vez que un alemán matase a alguien fueran señalados como corresponsables todos los europeos. Es puro racismo llevado al absurdo, una pedagogía de la crueldad que alimenta la necropolítica: en un tuit una de esos miles de cuentas nazis que proliferan se muestra un barco lleno de personas migrantes que se juegan la vida y hace el siguiente chiste: “llegan los refuerzos a París y otras ciudades francesas”.
En una muestra paradigmática de esta narrativa fascista, el primer ministro polaco, cuyo país deja morir a la gente de frío en la frontera, se mostraba como ejemplo de prosperidad en un vídeo que circulaba en las redes, donde contraponía las imágenes de los disturbios en Francia con idílicas postales de paz y niñas rubias de su país, un escenario “blindado” a la contaminación. Mientras, en la estremecida Francia los acólitos de Le Pen y Zemmour se zambullen en una orgía de telodijismo, pletóricos con un fuego que, en su relato, confirma sus tesis, y grupos violentos de ultraderecha toman fuerza para performar lo que otros ladran en nombre de la defensa de la patria.
No hay soluciones fáciles para conflictos que se nutren de décadas de racismo, cuando hemos llegado a un escenario neoliberal al que le sobra gente. Pero por otro lado, nada tiene de sorprendente que un sistema que se basa en precarizar la vida de la gente, sea un sistema precario que en cualquier momento puede quebrarse. Si las vidas no prosperan ni pertenecen, si se vive pensando que todo es provisorio, que nada está conquistado, qué fácil es que todo haga crac y un día te encuentres el país inundado en fuego.
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