*La Lengua de Tácita Muta.
/Angélica Cristiani Mantilla /
Hay una Wendy de carne y hueso que no vive en el País de Nunca Jamás, sino en Coatepec y Xalapa. No vuela, no usa polvo de hadas ni juega con niños perdidos; lo que hace, desde hace más de cuatro meses, es algo mucho más radical: tocar puertas, mostrar oficios, grabar videos y dar conferencias de prensa para intentar ver a su hijo.
El caso de #justiciaparaleoywendy es brutal: tras promover custodia, pensión y divorcio en 2023, el padre aprovecha un “depósito de personas” en Xalapa, obtiene al menor y desde el pasado 3 de agosto… no lo devuelve. A pesar de que un juez en Coatepec dejó sin efecto ese depósito y ordenó la restitución, hoy el niño sigue lejos de su madre, amparos mediante. En las convivencias asistidas, el hijo que hasta el 21 de julio la abrazaba y le decía “te amo”, ahora en las convivencias asistidas, apenas la mira y suelta una frase que no suena a infancia, suena a guion aprendido: “No quiero verte”. Eso no es un sentimiento, es un síntoma. Eso no es espontáneo, es inducido. Ella lo nombra con claridad: violencia vicaria y alienación parental. Y cada vez que lo dice, algo tiembla: el mito de la “madre exagerada”, el orgullo de los operadores del sistema, la comodidad de quienes prefieren creer que estas historias son excepciones y no patrón.
Mientras tanto, Veracruz presume que desde el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, para mayor ironía, ya es delito usar a hijas e hijos para dañar a una mujer: entre 2 y 6 años de prisión y hasta 500 UMAs de multa. No es delito grave: quien pueda pagar, sale. La reforma también promete medidas de protección urgentes, atención psicológica, reeducación para el agresor, área especializada en la Fiscalía, prevalencia del interés superior de la niñez y reparación integral del daño. Un despliegue legislativo impecable, casi de catálogo.
Veracruz parece un territorio que por fin entendió que usar a hijas e hijos para dañar a una mujer es una forma extrema de violencia de género. El problema es que las leyes se parecen a esos álbumes de estampitas que nunca se llenan: bonitas, brillosas, fotografiadas en la Gaceta Oficial… pero difíciles de ver pegadas en la realidad cotidiana. Una cosa es exhibir el álbum en conferencias, fechas conmemorativas y boletines institucionales; otra, muy distinta, es atreverse a pegar la estampita donde duele: en los expedientes vivos, en los pasillos del Poder Judicial, en los centros de convivencia donde madres y criaturas se juegan el vínculo a pedazos.
Un ejemplo es el estacionamiento de Nunca Jamás, que en el caso de Wendy ilustra bien la grieta: en la última convivencia, el padre entra con su auto al estacionamiento de las instalaciones del Poder Judicial para la convivencia con el menor. No se detiene en la pluma que se detiene con otros, no hace fila bajo el sol con quienes llegan cargando carpetas y angustias; él pasa. Un detalle casi cinematográfico: la pluma sube como si respondiera a un conjuro. No hay identificación, espera o protocolo: simplemente entra.
No es cualquier cosa. El propio Órgano de Administración Judicial emitió un comunicado donde establece que visitantes y público deben identificarse, registrar motivo y destino, y que el acceso está regulado por vigilancia, con posibilidad de negar la entrada. Pero ese mismo Poder Judicial permite que alguien señalado por violencia vicaria circule en auto en un espacio restringido.
Si un ciudadano cualquiera no puede cruzar la pluma sin cumplir protocolos, ¿bajo qué criterio un progenitor señalado por violencia vicaria, con un proceso abierto y un mandato de restitución incumplido, accede a la zona de estacionamiento con total facilidad?
No es sólo una irregularidad logística: es un mensaje. Los cuerpos, los coches y las sonrisas que se mueven con naturalidad en zonas vedadas dicen mucho más que cualquier discurso sobre igualdad, perspectiva de género o niñez protegida. Dicen: aquí hay unos que tienen la llave del País de Nunca Jamás, están más “autorizados” que otros a la hora de pisar el terreno de la justicia, mientras otras se quedan afuera, esperando en la banqueta con la garganta anudada, repitiéndose que quizá hoy sí podrán ver a su hijo.
Algo similar ocurre con los Centros de Convivencia Familiar Asistida (Cecofam). Su reglamento dice que son espacios neutrales, con personal profesional, que facilitan la revinculación parental, garantizan el interés superior de niñas, niños y adolescentes, y se rigen por amabilidad, imparcialidad y compromiso, prohibiendo cualquier dádiva o trato privilegiado.
En la letra, son laboratorios de justicia afectiva, en la práctica es una orquesta sin oído a las quejas de usuarias hablan en otra escala rítmica: citas que se cancelan, miradas que invalidan, neutralidades que se sienten como indiferencia, “objetividad” que se transforma en sospecha automática contra las madres.
El Cecofam parece una orquesta que perdió su afinación. Porque las madres llegan con voces temblorosas, con historias que duelen, con niños que olvidaron abrazos que antes sabían de memoria, y la institución parece escucharles como quien oye una melodía que no le gusta: con distancia, con prisa, con falta de experiencia.
El Cecofam debería ser un salón acústico donde el dolor se entiende y se atiende.
En cambio, demasiadas veces se siente como un cuarto acolchado donde las palabras rebotan y regresan deformadas.
Por eso surgen preguntas como notas suspendidas en el aire de un coro que ya no se puede callar:
-¿Quién dirige el Cecofam y bajo qué sensibilidad, experiencia y ética lo hace?
-¿Por qué no se escuchan los coros del sufrimiento de las infancias y de las mujeres?
-¿O será que sí se escuchan, pero allí sólo hay oídos para notas desafinadas?
-¿Qué idea de justicia tiene un juez que, frente a un caso de violencia vicaria, termina colocándose del lado del agresor y señala a la madre como problema?
-¿Qué criterios utiliza el Órgano de Administración Judicial para otorgar privilegios de acceso en las instalaciones del Poder Judicial? ¿Quién firma esas autorizaciones? ¿Quién responde por ellas?
No son preguntas retóricas. No son recursos literarios. Son interrogantes concretas cuyas respuestas no se encuentran en un boletín, ni en un atuendo color naranja una vez al mes, ni en una ceremonia del 8 de marzo con moños morados en la solapa.
La respuesta está y sólo puede estar, en la acción contundente de las autoridades.
En el cuento de James Matthew Barrie, Peter Pan es el niño que huye de las responsabilidades para vivir en el País de Nunca Jamás. Wendy, con 12 años, termina cuidándolo a él, a sus hermanos y a los niños perdidos. Él juega; ella cuida. Él se niega a crecer; ella hace el trabajo emocional de la casa voladora.
La violencia vicaria explota justamente eso: Wendy ama tanto a sus hijos que se convierte en rehén perfecta. El agresor lo sabe y el sistema, en lugar de detenerlo, lo premia con tiempo, recursos y áreas grises. Ella deja de dormir; él tramita otro amparo. Ella pierde energia, salud, dinero; él gana control.
Es oportuno hacer una analogía: lo que está ocurriendo en casos como el de Wendy es tan grave como si un médico cirujano se ostentara como ginecólogo sin tener especialidad, o si un psicólogo atendiera pacientes sin cédula profesional. Sólo que aquí, “el intruso” no opera úteros ni consulta diagnósticos; opera vínculos, memorias, infancias. Y lo hace sin la más mínima competencia en violencia de género, infancia o salud mental.
Que un sistema así se atreva a llamarse “protector de la niñez” es, cuando menos, una forma de humor negro.
La ley ya está escrita. La Gaceta ya fue publicada. La foto del día de la reforma ya fue tomada. Lo que falta no es más retórica: es que cada autoridad, con nombre y apellido, decida si va a seguir siendo Peter Pan jugando a la justicia en el País de Nunca Jamás, o si por una vez va a asumir la adultez que su cargo exige. Porque el expediente está vivo. El niño está vivo. El dolor está vivo. Y lo único que falta es que la autoridad también lo esté.
A ti, mujer, que hoy duermes poco, lloras quedito, respiras con ansiedad, que sientes que te arrancan el aire cuando recuerdas la última vez que viste a tu hijo; a ti, que convives más con la desesperanza que con la esperanza, que conoces el sonido de las puertas de la justicia cerrándose; a ti que piensas que el monstruo es invencible y aun así sigues de pie:
Tu agresor, por más poderoso y grande, que por ahora, te parezca, ya perdió algo que tú sigues teniendo: la verdad. Y no hay dinero, ni influencia que le alcance para comprarla de nuevo. Y no importa cuanto se esfuerce en aparentar, la verdad siempre sale a flote.
Tú, aunque hoy te sientas reducida al expediente que lleva tu nombre, ya diste un paso que él no puede dar: saliste del País de Nunca Jamás. Decidiste crecer, nombrar la violencia donde otros la niegan, desafiar al sistema, mirar de frente al juez, al funcionario, al agresor. Ya eres parte de una comunidad.
Las respuestas a tus preguntas —¿por qué no me creen?, ¿por qué no aplican la ley?, ¿por qué mi hijo es usado como arma?— no están en tus manos. Están en las manos de quienes juraron impartir justicia, proteger a las infancias, garantizar una vida libre de violencia.
Les toca a ellos responder.
Con resoluciones, no con discursos.
Con actos, no con fotos.
Con justicia, no con favores.
El sistema de justicia podrá seguir jugando a Peter Pan un rato más. Pero cada vez que una mujer como tú denuncia, documenta, se organiza con otras, habla con la prensa y exige legalidad, se abre una grieta en ese muro.
Y por esa grieta, tarde o temprano, entra la luz. No estás loca, no estás sola y no estás exagerando












