En el Índice de Estado de Derecho, un reporte mundial del World Justice Project, correspondiente al año 2019, México aparece en el lugar 99 de 126 países, dos lugares abajo respecto al año 2018, es decir, retrocedimos. Estamos en la deshonrosa parte baja de la tabla, superados por naciones con menor potencial de crecimiento y desarrollo. ¿Por qué descendimos en el año en que tenemos a un Presidente calificado por la mayoría como honesto? La respuesta es compleja, apunta a que no obstante el aura de honestidad de AMLO, no ha hecho lo necesario para mejorar, más bien ha tomado decisiones que han perjudicado en vez de ayudar.
El índice mundial mide 8 factores: límites a los poderes de gobierno, ausencia de corrupción, gobierno abierto, derechos fundamentales, orden y seguridad, cumplimiento normativo, justicia civil y justicia penal.
López Obrador llegó al poder con una visión parcial del gran azote de México al definir que el enemigo a vencer es la corrupción. No sólo es la corrupción, también la impunidad y el débil o inexistente Estado de Derecho. Estos tres conceptos están ligados. Ver nada más uno de ellos es un diagnóstico incompleto de la situación del país y por ende de las soluciones que necesita. No puede haber desarrollo y prosperidad como la que anhela López Obrador y deseamos millones de mexicanos, sin Estado de Derecho. Implantar este último presupone debilitar a los otros dos.
Cuestionado sobre la posibilidad de actuar contra algún ex mandatario, el presidente de México comentó: “Yo votaría en contra y lo argumentaría porque tenemos que ver hacia adelante. Si vamos muy bien, ¿para qué nos vamos a anclar en un asunto que nos puede quitar tiempo para avanzar en la transformación o que nos confronte?”. Es curiosa la relación del primer mandatario con el tiempo. Por un lado es amante de la historia y añora un pasado idílico, por el otro dice que tenemos que ver hacia adelante: “Es mejor mirar hacia el futuro porque así ya no volvemos a cometer el mismo error…”. En sus hechos, sin embargo, apunta más a replicar las condiciones y los incentivos del pasado, contrarios a un Estado de Derecho.
En la historia postrevolucionaria de México hay un patrón: el pacto de impunidad que han tenido los presidentes en turno con sus antecesores. López Obrador, teniendo el capital político y el poder para romper este esquema, ha decidido continuarlo siendo que, para luchar contra la corrupción y la impunidad, e implantar un Estado de Derecho, se necesita que se aplique la ley a un ex Presidente. Mientras sean intocables, la señal es clara: la justicia mexicana es selectiva, la impunidad es una constante. Si bien es plausible que se actúe contra “peces gordos”, como el caso del ex director de Pemex, es insuficiente cuando se exonera a los ex presidentes o a colaboradores de dudoso pasado. Debe actuarse contra el sistema, no sólo contra personas.
Si consideramos además las señales de debilidad que el Estado mexicano ha dado al recular contra el narcotráfico, es entendible que no tengamos Estado de Derecho. Podrán argumentar aquello de no hacer un derramamiento de sangre y que fue una medida inteligente haberse replegado, el punto es que tampoco actúan contra quienes toman una caseta en la carretera e impunemente piden derecho de paso. Y así podemos dar más ejemplos. ¿Qué dice la señal de que sólo en EU son castigados los grandes capos mexicanos?
Implantar un Estado de Derecho, ahora sí, es como barrer las escaleras, viene de arriba hacia abajo. Si el titular del Ejecutivo, lejos de fomentar un Estado de Derecho, lo debilita, México seguirá padeciendo la trilogía perversa de la corrupción, la impunidad y el generalizado desprecio por la ley. La disyuntiva “abrazos, no balazos” es una pobre y simplista manera de plantear el problema. Mientras el Presidente no tenga entre su círculo a personas que se atrevan a disentir (incluyo a algunos connotados empresarios a quienes hay que regalarles un manual de asertividad, para que aprendan a decir “así no, señor Presidente”), seguiremos a la deriva, sin que mejoren los indicadores de prosperidad social.
No es de extrañar que tanto la corrupción como la impunidad sean prácticas arraigadas en la sociedad mexicana, están impuestas y alentadas desde el poder, ése que dice que las quiere erradicar.