Y LA SORORIDAD, HERMANAS?

por Cristina Schwab | para Inesi

De qué hablamos cuando decimos “sororidad”? En qué topías se desarrolla, o mejor, que utopías desea?

Podemos hablar, por ejemplo, de los encuentros (pluri) nacionales de mujeres, que nacen al calor del regreso de la democracia, como ese espacio de acuerpamiento retaceado por el poder desde el momento de la acumulación originaria que narra Federici: recuperar el poder del encuentro colectivo para transmitir saberes, diseñar estrategias, ponerle nombre propio a las desobediencias. Pero sobre todo, para aprender a desmontar el mandato patriarcal de competir entre nosotras: reconocernos en las luchas diversas, que nos interpelan siempre porque vivimos en el mismo mundo. Y a revisar las incoherencias y contradicciones propias, para adentro, antes de señalar las de les demás. Porque el movimiento feminista y el sentirnos parte de él es un movimiento profundamente político (ya sabemos, igual, que lo apolítico no existe y que no es lo mismo que no partidario), y colectivo, nadie le puede “enseñar” a nadie a ser feminista: podemos acaso compartir experiencias, trayectorias, pensar y hacer juntas. Y también separadas: ser sororas, realizar affidamientos –como dirían las italianas: pactos entre mujeres y disidencias. Como dice Marcela Lagarde, “No se trata de que nos amemos, podemos hacerlo. No se trata de concordar- embelesadas por una fe, ni de coincidir en concepciones del mundo cerradas y obligatorias. Se trata de acordar de manera limitada y puntual algunas cosas con cada vez más mujeres. Sumar y crear vínculos. Asumir que cada una es un eslabón de encuentro con muchas otras y así de manera sin fin. Al pactar el encuentro político activo tejemos redes inmensas que conforman un gran manto que ya cubre la tierra, como el que pintara Remedios Varo. La sororidad es un pacto político entre pares”. La sororidad tiene su origen conceptual en el feminismo italiano de la diferencia. Ellas, entonces, le llamaron affidamento: affidarse implica (por decirlo brevemente) confiar, apoyarse, aconsejarse, dirigir-nos. En ese sentido, generar espacios feministas de trabajo -nuestros propios territorios de despliegue y creación- es una constante decisión y construcción: desde la diversidad de grupalidades, en este entorno de vidas precarias que propone el capital y el mercado, se hace una necesidad urgente. La autogestión, en este punto, implica tender redes, conciliar territorios de contacto entre los estados y los movimientos, y entre los movimientos entre sí. Y es que lo autogestivo, como dice el diccionario, es la horizontalidad de decisiones sin jerarquías, pero con toma de responsabilidades propias y hacia el colectivo, lo que no quiere decir que nadie sea delegadx porque se representa a sí mismo, ejerce su propio poder.

Foto: Paula Kindsvater
Quisiera retomar aquí un fragmento de otro texto de Marcela Lagarde, que pueden encontrar en un artículo que escribió la filósofa Danila Suárez Tomé: ”Hay muchos feminismos que nos reconocemos en variadas prácticas. De estos y otros posibles feminismos, yo elijo al feminismo compañero de las feministas compañeras. Elijo esas maneras de ser feministas que tienen como signo de identidad principal el acompañar. (…) Se trata de las feministas compañeras que no hacen del individualismo posmoderno una moda, sino que se buscan y nos buscamos para sabernos cerca. Que nos encontramos en muchas esquinas, y nos reconocemos en el modo de abrazarnos. Las feministas compañeras que andamos los barrios, los juzgados, las plazas, las casas, los comedores populares, los piquetes, las huertas, los campos, las cárceles, las comisarías, las radios, los periódicos. Somos las que decimos y gritamos que no estamos solas. Que si tocan a una nos tocan a todas. Somos el cuerpo del Ni una menos que se vino gestando en esta larga historia de más de un siglo”.

Porque estamos en el momento bisagra, donde la propiedad privada de las personas y de las cosas ya nos hace ruido, y el capitalismo que necesitaba ubicar en el sistema binario y en la producción a las mujeres y los hombres, frente a las resistencias y rupturas se rearma: porque existe una propuesta neoliberal del amor y de la amistad, y si, también del feminismo: donde el privilegio lo tiene la experiencia individual, el deseo personal, las propias miserias sin revisar, urge revisar los conceptos y categorías, rescatarlos de su cristalización; la sororidad, como práctica política, no es acordar sin más en todo al cienporciento: implica apoyar, defender, y de mínima, no atacar a otra porque piensa/actúa/milita de una forma diferente a la propia. Porque nunca no hay consecuencias de lo que hacemos o decimos: nos afectamos siempre. Busquemos, como diría Spinoza, que nos afectemos las pasiones alegres, las que nos mueven a hacer, a construir. Y no las tristes, que nos paralizan y detienen. Necesitamos construir lazos desde el cuidado y la nostredad: en palabras de la gran Marlene Wayar, “por ahí son los tiempos de salir a construir con las cuerpas, salir a buscar la heterogeneidad y construir la “nostredad”, que es una intervención de la “otredad”. La otredad nos marca el miedo al otro y la reacción, que es el ataque; proponemos ir en contra de esto para hacernos nostredad, ser conscientes de que somos diferentes y que esa parte es la que aprecio y la que me gusta”. Tenemos que poder dar estos debates, hablar, revisar nuestros derroteros, nombrar, con su nombre verdadero y no con el que nos gustaría: reconocer los errores propios y ajenos, reconocer cuándo es violencia aunque venga de una personas que consideramos compañera, aunque venga envuelta de un discurso lleno de palabras con las que acordamos. Ya quemamos los closets: que todo ese fuego no sea sólo para que nos queden las cenizas y terminemos recreando otro sistema de malestar. Amemos, construyamos, militemos de todas las formas, pero que sea humana, falible, y emocionadamente.