Y las Consecuencias del Agua Envenenada Permearon en Vidas, Sueños y Realidades

Los Dados de Dios.

*Este Abril se Cumplen 62 Años de los Hechos del Agua Envenenada
*Con Bombas Molotov y a Balazos un Pueblo Acabó con el Cacique
*Fue a las Faldas de Mil Cumbres y del Volcán San Andrés
*Tras los Sangrientos Hechos Llegó “El Tata” Lázaro Cárdenas del Río
*Tomó Agua del Mismo Manantial que Contenía el Veneno
*Y Llegarían las Primeras Mujeres al Cabildo y un no Priista al Poder.

/ Por Nidia Marín /

Con afecto para mis queridos amigos Carlos Ferreyra y su encantadora Malena.
Las bombas molotov caseras volaban por el aire. Algunas caían lejos y los bueno lanzamientos daban en el blanco: la casa del cacique durante 35 años, Aquiles de la Peña, aquel hombre nacido en Veracruz con el estreno del siglo XX y alojado en Michoacán en plena juventud.

El año 1959 estaba en pañales. Era principios de abril, el día 6, la juventud estaba que no cabía de gusto por la caída del dictador Fulgencio Batista en Cuba y el triunfo de la Revolución, con Fidel Castro y Ernesto “Che” Guevara al frente, precisamente el primero de enero de ese año. Todas las noches escuchaban por la radio las arengas del principal comandante, mismas que tardaban horas en terminar.

El General Lázaro Cárdenas del Río, en Ciudad Hidalgo, Mich. (6 de abril de 1959) después de beber agua (envenenada) y acompañado de la Comisión -en la que había tres mujeres- integrada por gente del pueblo, para luchar por la libertad de los presos en Morelia, acusados de matar al cacique Aquiles de la Peña. A su izquierda Margarita Marín Acosta (madre de Nidia Marín).
El General Lázaro Cárdenas del Río, en Ciudad Hidalgo, Mich. (6 de abril de 1959) después de beber agua (envenenada) y acompañado de la Comisión -en la que había tres mujeres- integrada por gente del pueblo, para luchar por la libertad de los presos en Morelia, acusados de matar al cacique Aquiles de la Peña. A su izquierda Margarita Marín Acosta (madre de Nidia Marín).
Gobernaba la entidad David Franco Rodríguez, con el aval del principal sostén del poder. Sí, para entonces, el cardenismo en Michoacán estaba en su apogeo, pero el veracruzano De la Peña se acomodaba en cojines de seda en aquellas tierras. Ya había sido diputado suplente por Michoacán en 1924, (durante el gobierno de Sidronio Sánchez Pineda), cargo que continuó teniendo durante otros mandatos, hasta llegar a diputado al Congreso local. Nunca fue avalado por su compadre Lázaro Cárdenas del Río para una senaduría y mucho menos para una gubernatura.

Así que… se volvió un cacique que colocaba anualmente autoridades y asesinaba al que se le oponía (aseguraban que 40 era la cifra de sus víctimas), por lo que aquellos jóvenes que estudiaban sus carreras en Morelia, decidieron combatirlo en una agrupación activista denominada Asociación Juvenil Ciudad hidalguense. Estos estudiantes, el domingo 5 de abril por la noche, habían atrapado a uno de los esbirros del poderoso, conocido como Avelino (López) a quien arrojaron a uno de los manantiales que surtían al pueblo. Lo acusaban de haber sido enviado por “Don Aquiles” para envenenar el agua.

Al día siguiente los pobladores, jóvenes y no tanto, hombres y mujeres, estaban difundiendo la noticia. Y muchos se trasladaron hasta la residencia del cacique, ubicada dentro de la población, pero a la salida de la carretera federal a Morelia, mientras en las casas de muchas familias (como la mía) nos prohibían tomar agua de la llave.

ODIADO POR EL CACIQUE

Mi abuelo, Benigno Marín Flores, abogado (aunque más bien “tinterillo” porque las necesidades económicas le impidieron concluir la carrera en la Universidad en la Ciudad de México) dejaba las llaves abiertas para que corriera el líquido presuntamente envenenado, pero antes colocaba una cuchara para que se mojara y nos diéramos cuenta. Acababa negra. Así que mi madre obedeció y compró refrescos.

De la Peña odiaba a mi abuelo (no obstante que el de Veracruz estaba casado con la prima de éste, Jovita Marín) porque defendía a muchas de sus víctimas, gente del campo y por lo general en la miseria, personas que le pagaban con gallinas, fruta o yendo a trabajar a la casa. Como Doña Luisa que molía el cacao en un metate y nos lo daba a probar cuando ya era chocolate.

Ese día pues, la noticia de que Don Aquiles había envenenado el agua corrió por toda aquella población mermada de varones adultos y plena de personas de la tercera edad (así no les decían) y de jóvenes, porque el Programa Bracero estaba en su apogeo (llevaba 17 años, casi 35 por ciento era la merma en la población) y una buena parte de los adultos en plenitud había emigrado a Estados Unidos.

Aquel lunes, la gente corría, apresurada, rumbo a la salida de la carretera y, en el camino, hombres y mujeres extraían gasolina de los automóviles y camiones estacionados. Llenaban envases de refrescos y les colocaban pedazos de pañuelos viejos, jergas, sacudidores y lo que encontraban. Y seguían su camino a la carrera.

Mi prima Teresa y yo fuimos a la secundaria, pero no había clases, así que bajamos hacia aquella carretera (a dos cuadras) donde había una paletería, para tomar un refresco. Estaba vacía. Sólo se escuchaba el sonido de la balacera. Mientras ella esperaba que alguien la atendiera, yo subí al tapanco, para ver desde ahí la casa del cacique que estaba enfrente.

Mi sorpresa fue mayúscula, cuando tirados en el suelo, acomodados en hilera estaban varios francotiradores. Y tuve la tontera de preguntarles quiénes eran. Yo no los conocía. Me mandaron al diablo y me ordenaron que saliera. Antes de irme recogí una bala de Mauser (aun la tengo guardada) y observé que desde le casa salían ráfagas hacia la calle. Unas dieron en el blanco: mataron a un arriero y a su burro que por ahí pasaban.

La respuesta no se hizo esperar y, agazapadas, Tere y yo esperamos hasta que se calmaron. El cacique había caído muerto (dicen que quien lo mató por accidente, al defenderlo y disparar desde la parte posterior de donde caminaba su padre, por lo cual le dio un tiro en la cabeza fue su hijo Aquiles de la Peña Marín, mismo que posteriormente sería sacado del lugar por el cura del pueblo, José Reyna, quien extendió su sotana para protegerlo). El asunto es que otros disparos mataron a los pavorreales y caballos de pura sangre de aquella casona que se fue vaciando.

Acto seguido, un hombre al que apodaban “El Rifle”, con el brazo levantado y el arma en la mano caminó al frente de la camilla que llevaba el cadáver del veracruzano, mientras exclamaba: “¡Ya matamos al lobo!”.

El grupo camino hasta la calle de Riva Palacio (ahí vivía yo) a un lado del Palacio Municipal, donde se ubicaba la Cruz Roja. Ingresaron con el cuerpo y cerraron la puerta a piedra y lodo. Entonces mi prima se fue a su casa, pero yo escuché gritos afuera del edificio municipal y acudí a observar.

En el piso de ladrillos estaba un hombre tirado. Una multitud gritaba enfurecida. Y una mujer de edad, levantó una enorme piedra y se la dejó caer en la cabeza. “Esta va por mis dos hijos y mi esposo”, dijo. La sangre salpicó a todos. Evidentemente también a mí que estaba en primera fila como curiosa.

El masacrado era un sicario del cacique. Se había encargado de asesinar a decenas de personas. Pero no era sólo agredido por los pobladores. En el jardín principal había otros atados a unos árboles: uno de ellos era el presidente municipal, al que posteriormente dejaron libre porque había sido director de la primaria y enviado por la Secretaría de Educación Pública. Consideraron que no tenía culpa. ¿De qué? No lo sé.

Regresé a mi casa, que estaba a media cuadra. Cuando mi madre, Margarita Marín Acosta, me vio, me regaño, me jaló de la cola de caballo (tenía el cabello largo) me limpió el cuello y la cara con alcohol y me ordenó que el vestido salpicado de sangre lo echara en una cubeta y lo tapara con periódicos (Excelsior era el que leíamos en casa). Obedecí.

Y TATA LÁZARO BEBIÓ EL AGUA

Más tarde retornó el barullo, ahora protagonizado por la llegada del general Lázaro Cárdenas, “El Tata”, como le apodaban, acompañado por un séquito de periodistas, fotógrafos y un grupo de soldados de la XXI Zona Militar.

Primero acudió hasta el manantial que supuestamente habían envenenado y se tomó una foto bebiendo agua en un pocillo de peltre. Después empezaron las investigaciones…

Hasta la casa llegaron unos hombres que venían de Morelia y solicitaban que yo me presentara. Mi madre se negó. Les dijo que era menor de edad y ella acudiría, Y así fue.

(Ella, doña Margarita, continuó asistiendo a diversas reuniones que se llevaron a cabo. De los estudiantes no se supo nada. La mayoría regresó a continuar sus carreras en Morelia).

Pero en el pueblo sí pasaba y mucho. El resultado fue que se llevaron a un penal de Morelia a 29 personas presas: la que vendía jitomates, el señor que vendía pescado, un mecánico y en general gente de diversos oficios. Al mismo tiempo, frente al general Cárdenas se nombró una comisión conformada por varios pobladores, aproximadamente 30, entre ellos mi madre, para que estuvieran al pendiente de la situación de los presos. Ellos recuperaron su libertad, ocho meses después, en la Nochebuena de ese año.

Las consecuencias posteriores fueron que dos mujeres hicieron historia al formar parte del cabildo (mi madre y Socorro, la hija del pescadero, ambas priistas) y a la presidencia municipal llegó por vez primera un presidente municipal que no era del PRI; mi tío, Alfonso Marín Maldonado.

Pero aquel día, con el arribo del General Cárdenas conocí a los periodistas y a los fotógrafos. Algunos de la Ciudad de México (yo creí que uno de ellos era Carlos Denegri al que yo leía) y otros estatales. Fue un fotógrafo de Morelia quien, al pasar por nuestra calle nos tomó una fotografía a mis primas Teresa y Soledad y a mí, a las puertas de la casa donde por órdenes superiores estábamos sentadas en nuestras sillitas de bejuco. Nos pidió la dirección y posteriormente nos la envió.

Y yo quise ser periodista.

Seis meses después, llegó a Ciudad Hidalgo el escritor Fernando Benítez (acompañado de su pareja Machila Armida, peinada con una serie de trenzas con cordones de lana de colores). La Comisión para sacar a los presos decidió ofrecerle una cena en la casa de mi madre.

Me prohibieron ir, pero yo no podía faltar, así que tras las cortinas me escondí y los escuché explicarle al escritor los sucesos (con él ya había dado su versión el cura José Reyna, quien por cierto destruyó aquel templo del siglo XVI al colocarle almenas).

Fernando Benítez publicó “El Agua Envenenada” en 1961 y falleció en la Ciudad de México el 21 de febrero del año 2000.

Pero los hechos de aquel tiempo y su visita a Michoacán tuvieron resultados. Yo estudié en la UNAM la carrera de Letras Españolas (no me gradué) y cumplí mi sueño como periodista. Ya en ejercicio, el también periodista y además historiador y escritor fue homenajeado en la recién creada Asamblea de Representantes del Distrito Federal. Acudió, con su salud muy mermada, en una silla de ruedas. Me le acerqué y le dije:

“Yo soy aquella niña que se escondió tras las cortinas cuando usted cenó en la casa de mi mamá con motivo de los hechos del agua envenenada”.

Y me dedicó su libro:

“Para la niña de Ciudad Hidalgo”.

Un día, Jorge Meléndez Preciado, gran periodista, titular de un programa en Canal 11 me entrevistó (sí, machetazo a caballo de espadas). Me preguntó por qué decidí ser periodista. Le relaté los hechos de Ciudad Hidalgo y también cómo conocí a los primeros periodistas. Mencioné a Carlos Denegri y a los muchachos reporteros y fotógrafos de Morelia que habían viajado hacia las faldas del volcán San Andrés y de la zona de Mil Cumbres, sí a la antigua Taximaroa (previamente Tlaximaloyán), donde vivieron las hermanas de don Miguel Hidalgo y Costilla, a quienes él visitaba constantemente.

Para entonces yo trabajaba en Excélsior, así que, al día siguiente, estaba escribiendo la información del día, cuando llegó el periodista de ese diario Jesús “El Bobo” Lozano y me aventó un periódico de abril de 1959 sobre el escritorio, al tiempo que me decía: “No era Carlos Denegri, era yo”.

Me dieron ganas de reírme, pero… le di una disculpa encarecida y le prometí que, en adelante, diría que fue él.

Efectivamente, el Gran “Bobo” Lozano fue el reportero que cubrió durante décadas al general Lázaro Cárdenas del Río, no sólo como presidente sino, posteriormente en todos los encargos que tuvo. Era de las confianzas de “El Tata” y la ingenua de la Marín creyó entonces que era Denegri, el más famoso de aquellos tiempos, al que por cierto pues no, jamás conocí.

¡Así es la vida!

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