Guadalupe Loaeza
La cita era a las 2:30 p.m. El acuerdo era que a mí me tocaba llevar el mantel, las servilletas, una botella de vino, postre y dos sillas, “para que ustedes dos no se cansen y estén más a gusto”, me dijo el organizador con mucho entusiasmo. Si mal no recuerdo, al último pic-nic que fui fue en el año de 1968. Fue por el Desierto de los Leones, pero lo que más recuerdo de esa ocasión es la torta con mucho chile que comí y la forma en que me enchilé. Sentía que me salían llamas por las orejas y la nariz. Para atenuar el picor, como de rayo tomé la primera botella de refresco que me encontré a mi lado. Lo que bebí efusivamente no era una gaseosa, sino petróleo que habían llevado para la fogata. Casi me muero.
Muy puntualmente, llegaron a mi casa el organizador y su hijo mayor para recoger las sillas y los víveres. En seguida nos reunimos con la madre de los otros tres niños y todos juntos nos fuimos, caminando con nuestro cubrebocas, hacia Chapultepec a la altura del Museo Tamayo. Con mucha suerte, encontramos un lugar maravilloso, en medio de muchos árboles y muy cerca de los columpios y de los demás juegos. Había un sol espléndido y la temperatura era muy agradable. Instalamos las sillas, guardando la sana distancia, misma que respetaron los demás sentados en el suelo; extendimos el mantel todo floreado, sobre un césped otoñal, más bien invernal (medio amarillo), distribuimos los platos de cartón, las servilletas, abrimos la botella de vino y comenzamos a abrir las tortas (sin chile) muy bien envueltas, los sándwiches y las bolsas de papas fritas. Todos estábamos encantados, la conversación, entre los adultos, giraba alrededor de varios temas: la serie The Crown, la inminente salida de la vacuna contra el Covid, el nuevo nombre que le quieren poner a “Chapultepec”, la salida de Trump y la llegada de Biden, las protestas furiosas en Francia, de la muerte de Maradona, etcétera, etcétera. Después de tomar varias fotos, estábamos a punto de comenzar con el postre cuando, de pronto, se nos apareció un policía en bicicleta para reclamarnos nuestra botella de vino y para decirnos que había “ley seca”, como todos los recientes domingos en la alcaldía Miguel Hidalgo. Todos pusimos cara de what? Dos minutos más tarde se apareció la “pareja” del policía. “Para no molestar a la familia, tiene que acompañarnos un representante masculino y hacer una declaración”. Le dijimos que lo ignorábamos y que nunca más lo volveríamos hacer y que si en estos momentos faltaba un miembro de la familia, el pic-nic ya no sería igual. Sería un día de campo muy, muy triste, le dijimos. “Estamos festejando, anticipadamente, el día de las Lupitas, mi santo. De inmediato tiramos el vino con todo y botella. Además, estamos respetando la sana distancia, todos llevamos nuestro cubrebocas, vamos a dejar el lugar súper limpio”, le dije en un tono como de Sara García. Finalmente se resolvió, pero a partir de ese momento ya no se tomó ni una sola gota de vino y todos nos felicitamos de que el bosque de Chapultepec (por favor que no le cambien el nombre) estuviera tan bien resguardado.
No muy lejos de nosotros, se encontraban otras familias disfrutando de su día de campo en compañía de los abuelos, de los nietos, tíos, cuñados, suegros y compadres. Muchas de estas familias estaban acompañadas por sus perros que no dejaban de correr de un lado al otro. Sobre su respectivo mantel, decenas de botellas de refrescos semivacíos, montañas de carnitas y pilas de tortillas, aguacates, salsas de todos colores y platitos con muchos chiles de diferentes tipos. Se veían felices, al grado que de pronto tuve ganas de ir a saludarlos y preguntarles cómo se sentían después de este largo, larguísimo confinamiento.
A lo lejos veía a mis nietos columpiarse a todo lo que daba el columpio, mientras que el organizador y su hijo mayor jugaban a badminton. Por nuestra parte continuábamos conversando plácidamente, con la mamá y esposa del organizador. Estaba tan a gusto que en esos momentos me dije que sin duda ese domingo era, de lejos, el más bonito que había disfrutado en familia en lo que llevaba el año 2020.
Cerca de las cinco de la tarde nos acompañaron a la casa y al despedirnos, me dijo el organizador: “Feliz Navidad, mamá. Nos vemos, hasta el año que viene”. Mientras subíamos por el elevador, en medio de un silencio terrible, no pude evitar un enorme nudo en la garganta, a la vez de que me preguntaba: “¿Feliz Navidad?”.