Razones
/JORGE FERNÁNDEZ MENÉNDEZ/
Salvo que ocurra algo inesperado, el caso de Emilio Lozoya, la macroacusación contra personajes de los dos pasados sexenios que se intenta construir a partir de la colaboración del exdirector de Pemex, parece autodestruirse en la misma medida que se sigue confirmando que el principal responsable y beneficiario de esos actos de corrupción ha sido él mismo, involucrando en ello (hay que sentirse realmente impune como para hacerlo) a los miembros más cercanos de su familia.
Ya no sólo se trata de las denuncias por sobornos de Odebrecht, cuyos representantes siguen insistiendo en que el dinero no era para campaña alguna, sino para el propio Lozoya, para que los apoyara en la obtención de distintas obras, sino ahora también el dinero entregado por OHL para el exdirector de Pemex con el mismo objetivo. No hay rastros, más allá de un video de dos funcionarios menores de la Cámara de Senadores con unas bolsas de dinero, de origen y destino indeterminado, de que los recursos que recibió Lozoya hayan sido para campañas políticas (aunque Odebrecht dice que financió una, local, en Veracruz) o para comprar voluntades para sacar una reforma energética que estaba en la agenda, desde años atrás, de todos los supuestamente corrompidos.
En la misma medida en que el presidente López Obrador se aferra a implementar la contrarreforma energética, me imagino que se buscará una justificación político-judicial para darle mayor empuje a esa iniciativa tan resistida dentro y fuera del país. Así y todo, pasar de la denuncia mediática a los procesos penales no será sencillo. Y, agreguemos nosotros, tampoco será conveniente.
Los ejemplos de politizar la justicia han sido desastrosos en toda América Latina, sobre todo desde que comenzaron los procesos, precisamente en torno al caso Odebrecht, en Brasil: los costos han sido muy altos (tan altos como dejar en profunda crisis a países como Perú, con caídas y hasta suicidios de expresidentes o colocar en la presidencia de Brasil a un personaje de ultraderecha como Jair Bolsonaro, mientras se mantenía injustamente en la cárcel a Lula da Silva). Si se sigue el curso actual, lo que tendría que ocurrir es que, al exdirector de Pemex, en lugar de tenerlo como testigo protegido, habría que acusarlo formalmente por los delitos comprobados que cometió y de los que no ha logrado desembarazarse o siquiera explicar cómo sirvieron para fines políticos de corrupción.
El caso de Rosario Robles es diferente. Desde noviembre pasado, cuando se confirmó que Emilio Zebadúa quería convertirse en testigo protegido, Rosario comprendió que más que rehén, era un chivo expiatorio de algunos de sus compañeros de equipo. Rosario, desde entonces, aceptó acogerse al criterio de oportunidad, pero dijo que ello no implicaría denunciar ni al expresidente Peña Nieto ni al exsecretario de Gobernación, Miguel Osorio Chong. Cuando uno de sus abogados declaró que hablaría de Luis Videgaray, Robles desautorizó esa declaración. Esta semana se ratificó la voluntad de Rosario y de la FGR de llegar a un acuerdo y el 27 de febrero se tendrá que resolver ese paso del proceso judicial.
Como hemos contado en otra oportunidad, cuando estaba concluyendo el sexenio pasado, Rosario estaba convencida de que nada le sucedería, de que no tenía cuentas legales (sí políticas, pero aseguraba que no legales) de las que responder y que, además, había un acuerdo de la administración saliente con la entrante para no judicializar esos desencuentros y manejos políticos.
La ruptura con López Obrador era añeja: Rosario era la jefa de Gobierno que operó abiertamente en el año 2000 para que Andrés Manuel, entonces muy cercano a Rosario, ganara por estrecho margen a Santiago Creel en la Ciudad de México. De allí, Rosario pasó a presidir el PRD, pero también desde entonces comenzó una carrera que, para ella, terminó mal: ambos, Andrés Manuel y Rosario, aspiraban a la candidatura presidencial del PRD para el 2006. En esa carrera debe inscribirse el episodio de los videoescándalos.
Robles comenzó a trabajar con Peña Nieto en el Estado de México, y cuando éste fue Presidente, la Sedesol fue una posición lógica para ella.
Cuando faltaba un año para las elecciones presidenciales de 2018, en los comicios del Estado de México la operación política, que requiere, siempre, intuición, conocimiento del terreno y también mucho dinero, quedó, en parte, en manos de Rosario. La noche de la estrecha victoria en el Edomex, se festejó en Los Pinos, pero la división interna estaba más marcada que nunca y para no todos la de esa noche fue una victoria. Entonces surgió la denuncia de la Estafa Maestra.
Más allá de las pruebas legales, creo que desde el gobierno federal y la Fiscalía comprendieron, mejor que la propia Rosario, la sicología de buena parte de la administración saliente, con Lozoya o Zebadúa como mejor ejemplo: en muchos no habría lealtades, sino una suerte de sálvese quien pueda.
En ese juego, Rosario Robles parece haber optado por aceptar sus verdaderas responsabilidades, apoyar las investigaciones y no caer en la tentación de romper sus acuerdos y lealtades políticas. El suyo es muy diferente al caso Lozoya. Habrá que ver qué resulta de ese intento.