Prosa aprisa.
/ Arturo Reyes Isidoro /
A lo lejos, mientras el cayuco en el que viajaba con su padre se deslizaba sobre las aguas, entonces quietas, mansas decían los rancheros, el niño de seis años de edad vio un resplandor, como una enorme bola de fuego, que le atrajo poderosamente la atención.
Conforme la frágil embarcación fue avanzando y tuvo más cerca aquel extraño fenómeno, la sorpresa primero y luego una gran admiración le invadieron: conocía por primera vez la luz artificial, eléctrica, y veía que los focos, las lámparas, no eran cocuyos que iluminaban la noche como los que él atrapaba jugando en medio del monte y los metía en un bote con residuos secos de plantas y árboles para que se alimentaran.
Por un ramal del Papaloapan llegaba por primera vez a una pequeña ciudad, pero que por su dimensión y en comparación con su poblado le parecía enorme. Llegaba a lo que era la “civilización”.
Así fue, quiero imaginarme que así ocurrió la llegada de Ángel Leodegario Gutiérrez Castellanos, “Yayo” Gutiérrez, a Tlacotalpan, al anochecer, procedente de una comunidad de Tres Zapotes en el municipio de Santiago Tuxtla. Cuando me lo narró por primera vez, no pude dejar de recordar el inicio de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Sin duda, aquel hermoso lugar de la cuenca del Papaloapan era su Macondo, donde se habría de asentar por un buen tiempo y donde habría de conocer a su Úrsula Iguarán, la mujer que habría de acompañarlo hasta su muerte: Yolanda Carlín Roca, una belleza tlacotalpeña, como las hay muchas, que reflejan toda la luminosidad y todos los encantos de la bien llamada Perla del Papaloapan.
La vida, el destino, Dios me unió a ellos luego de que un medio día llevé un texto, un artículo, a Yayo, a su despacho de notario público en Acayucan para que lo leyera y para ponerlo a su disposición por si lo quería publicar en su Diario del Sur. Lo había redactado, influenciado por tantas plumas brillantes que publicaban en la revista Siempre! del legendario Maestro Pagés, José Pagés Llergo, uno de los grandes periodistas mexicanos de todos los tiempos.
Como buen periodista que era, luego de leerlo, Yayo se dedicó a interrogarme. Quiso saber todo sobre mi vida entonces. Tenía yo apenas 20 años de edad. Luego de la larga plática, de pronto me preguntó si no me gustaría ir en la noche a la redacción de su periódico para que yo conociera cómo se hacía. Así lo hice. Isidro Ibáñez Córdova, un periodista chiapaneco a cargo del diario me atendió. Nunca, hasta hoy, volví a salir de la redacción de un periódico, de mi propia redacción, donde me he pasado ya casi 52 años pergeñando (así se utilizaba antes el término en el medio periodístico) miles, acaso millones de cuartillas. Mi primer artículo se publicó el 10 de mayo de 1970.
Yayo, muy inquieto, con aspiraciones políticas entonces (era abogado, había sido agente del Ministerio Público, era notario, era periodista, era hombre de armas tomar, le gustaba trovar (tenía buena voz para el canto), era orador, llegaría a ser diputado, magistrado, dirigente estatal del PRI y titular de Comunicación Social del Gobierno del Estado; Yayo viajaba entonces a Xalapa y a la Ciudad México a visitar a sus amigos Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación; Miguel Alemán Velasco, empresario televisivo entonces; Porfirio Muñoz Ledo, ya un encumbrado político, entre varios más, con quienes había estudiado Derecho en la UNAM.
De reportero pronto me convertí en todo en el Diario del Sur, porque así era entonces en la pequeña (pero no menos importante) prensa de la provincia mexicana: reporteaba (todas las fuentes), redactaba, corregía, redactaba las “cabezas” (los titulares de las notas), grababa el noticiero de la XEW (no imaginábamos que iba a existir Internet) para de ahí transcribir las notas nacionales e internacionales y esperaba hasta que se empezaba a imprimir el periódico en la madrugada, cuyos paquetes para su distribución y venta los entregaba un niño de nombre José Valencia Sánchez a los voceadores, también niños.
Haciendo lo mismo todos los días, de reportero pasé a jefe de información, de redacción, a subdirector y finalmente a director, teniendo siempre como compañera en la administración a la señora Carlín Roca, con quien me entendí bien y nunca tuve un solo problema. Cuando llegué al diario las finanzas estaban muy mal. Con ella, lo levantamos y cuando emigré para incorporarme al Diario de Xalapa las finanzas estaban muy sólidas y el periódico había superado ya la etapa de penurias.
Algo que me gustaba mucho era pasar los 24 de diciembre con ellos. Yayo reunía a lo más granado de la política estatal en su residencia y junto con su esposa llevaban jaraneros de Tlacotalpan, uno de ellos que parado se dormía tocando el requinto, Yayo trovaba, improvisaba y doña Yolanda, como le decíamos, que zapateaba un rato, repartía dulces envueltos en papel de china, de colores, típicos de Tlacotalpan.
Algo que nunca olvido, que me sirvió de lección, que me enseñó lo que es la generosidad, es que el día que le platiqué a Yayo mi inquietud y mi intención de emigrar porque consideraba que ya había aprendido en el Diario del Sur todo lo que debía de aprender ahí, que era todo lo de un periódico, no obstante que salirme era dejarle la redacción sola, para mi gran sorpresa lo tomó bien y me preguntó que a dónde quería ir. No tenía yo idea de a dónde ni con quién. Me dijo que con los únicos dos con quienes podía aprender más era con el maestro Alfonso Valencia Ríos, de El Dictamen, y con Froylán Flores Cancela, del Diario de Xalapa, a donde y con quien llegué. Yayo y doña Yolanda me impulsaron, me alentaron, nunca se portaron mezquinos conmigo y mucho de lo que soy (de lo bueno que tenga) se lo debo a ellos (Dios me bendijo porque en Xalapa Froylán, que en paz descanse, no solo se convirtió en mi maestro y en mi tutor periodístico, sino que fue como un segundo padre para mí).
Finalmente, Yayo y doña Yolanda emigraron a Xalapa. A la muerte de él, ella se quedó al frente del diario Política, que hizo época en la capital del estado, y del que fue directora hasta su cierre.
Redacto este texto, lector, en medio de la tristeza que me invade por el fallecimiento, ayer, de doña Yolanda. Con la partida de Yayo ya hace 20 años, y ayer de ella, se ha ido una parte de mí, de mis orígenes como periodista, y mi orfandad de seres que me quisieron con amor filial y me lo demostraron con hechos se ahonda luego de que hace dos años falleció también Froylán, y hace 41 años mi padre Francisco y hace dos años mi madre Margarita.
Apenas en días pasados dije que me invadía el dolor por la pérdida de amigos a quienes aprecié y que me apreciaron: el economista Arturo Francisco Gutiérrez Góngora y los médicos Jorge Contreras Castañeda e Hilario Ruiz Zurita. Ahora me deja la señora Yolanda Carlín Roca, Yolanda Carlín viuda de Gutiérrez, doña Yolanda.
Hice un alto en mis temas habituales porque no puedo dejar de rendirles en este espacio público el tributo que me merecen, con todo el agradecimiento que les debo. Mañana, lector, será otro día.