/ Enrique Krauze/
Random House acaba de sacar a la venta mi libro Crítica al poder presidencial. Lo integran trece ensayos representativos que publiqué en ese género durante los sexenios de ocho presidentes: de López Portillo a López Obrador.
No tengo duda del episodio histórico que despertó esa vocación crítica ni del escritor a quien la debo: nació en 1968 y la inspiró Daniel Cosío Villegas.
Mi generación encontró su bautizo de fuego en el movimiento estudiantil, pero no todos leímos aquellos hechos dramáticos con el mismo lente. Un sector, quizá no mayoritario pero apasionado y militante, vio en el 68 el embrión de una revolución social más profunda que la vieja y desgastada Revolución mexicana, mucho más afín a la nueva y pujante Revolución cubana. Otro sector más numeroso, tan apasionado como aquel pero más invertebrado, vivió el 68 como una rebeldía contra el poder, un multitudinario NO a un gobierno autoritario, un régimen antidemocrático y un presidente cegado por el odio.
El primero buscaba superar e incluso derrocar al régimen, e instaurar un Estado revolucionario. Era un sueño revolucionario inspirado en la obra social de Lázaro Cárdenas pero también, de manera ecléctica, en las ideas de Marx, Lenin, Trotski, Mao, Castro y el Che Guevara.
El segundo -con el que yo comulgaba- quería limitar el poder del Estado mediante las leyes, instituciones, garantías y libertades plasmadas en la letra de la Constitución, pero incumplidas en la práctica. Era un sueño liberal inspirado en los pensadores y estadistas de la Reforma y en el apostolado democrático de Madero.
De esa doble lectura nacieron dos proyectos de nación. El proyecto revolucionario no tuvo un líder visible: lo integraron líderes políticos, sociales, académicos e intelectuales de diversas generaciones. Al proyecto liberal lo encabezó un viejo y solitario profeta: Daniel Cosío Villegas. “Tengo una N de NO en la frente”, solía decir don Daniel, para quien la mayor “llaga política” de México era la entrega de todo el poder a la persona del presidente.
¿Cómo habíamos llegado a ese extremo?, se preguntaba. A las facultades legales y extralegales que explicaban la concentración de poder en la presidencia, se sumaban razones históricas, sociales, geográficas, políticas, morales, psicológicas que exploró en detalle. Hasta la convicción muy común de que el presidente de México lo podía todo contribuía a aumentar su poder. El presidente era el “Iluminado Dispensador de Dádivas y Favores”. Por eso México no era una república, sino una “Monarquía Absoluta Sexenal y Hereditaria en Línea Transversal”.
Estos conceptos se convirtieron en mis ejes rectores, entre otras razones porque entre 1970 y 1976 frecuenté a don Daniel para escribir su biografía. Aunque había publicado artículos contra Echeverría desde 1971, y otros más contra López Portillo a lo largo de su sexenio, fue hasta septiembre de 1982 cuando sentí que debía volverme propiamente un ensayista político, como Cosío Villegas y como mis otros dos grandes maestros: Octavio Paz y Gabriel Zaid.
En 1997 pensé que México había dejado atrás la antigua condena de que la figura presidencial -su biografía, su carácter, sus traumas y obsesiones, sus ideas- siguiera siendo determinante en la historia, al extremo de convertirla en una “biografía del poder”. Creí que los mexicanos habíamos comenzado a abrir un nuevo capítulo en el que la historia la escribimos todos. Desafortunadamente, me equivoqué. Hoy hemos vuelto al pasado, no solo en lo que concierne a la concentración de poder en el presidente sino a la anacrónica y confusa puesta en escena de aquellos libretos ideológicos que los liberales enfrentamos desde los años setenta. Y así, la disputa de la nación que surgió de las dos lecturas de 1968 continúa. Por fortuna, ante la irrupción populista (que es, en muchos sentidos, una caricatura de cualquier ideal revolucionario, además de una adulteración de la democracia) un sector sustancial de los intelectuales que abrazaron entonces esa alternativa (no pocos de ellos marxistas serios) se ha convencido de la bondad de la democracia liberal que defendimos en la revista Vuelta.
No sé cuánto durará la nueva presidencia imperial, no sé cuándo lograremos consolidar una presidencia institucional, pero en todos los casos habrá que seguir diciendo NO al poder, en particular al poder absoluto en manos del presidente en turno.