/ Carlos Bravo Regidor /
El presidente López Obrador miente mucho. Según el registro que lleva Spin Taller de Comunicación Política, entre el 1o. de diciembre de 2018 y el 15 de octubre pasado ha pronunciado más de 64 mil “afirmaciones no verdaderas” (un promedio de 90 por conferencia mañanera). Una explicación reciente de por qué miente tanto, propuesta por Salvador Camarena en El Financiero (16/Nov/2021), es que nadie se lo impide ni se lo cobra. Las oposiciones son débiles y están desarticuladas. Los medios de comunicación, salvo honrosas excepciones, no se han querido imponer la obligación de corroborar la veracidad de sus dichos; los consignan porque son noticia, al margen de que sean ciertos o falsos. En la coalición lopezobradorista prevalece la disciplina, no sé si por genuina convicción, por calculada conveniencia o ya solo por mera costumbre, pero para efectos prácticos es una distinción que no hace diferencia -el hecho es que no hay quien lo desmienta o lo corrija-. Por último, no hay ningún actor, ninguna voz individual o colectiva con capacidad de contrarrestar eficazmente las mentiras presidenciales; en parte porque son demasiadas, en parte por la discordia y la desconfianza que carcomen la vida pública, en parte porque el propio López Obrador se ha encargado de deslegitimar a cualquiera que lo critique o le lleve la contraria. El Presidente miente, en suma, por impunidad: porque no hay quien pueda encajarle un costo por hacerlo.
Es una explicación enterada, verosímil, atendible, pero en cierto sentido incompleta. Tal vez vale la pena subirse sobre la marcha al tren de su argumentación y tratar de llevarla un poco más lejos. Porque una conducta no se explica solo por la ausencia de factores que la eviten o la castiguen. Que nada disuada a López Obrador de mentir, que sea fácil o le salga barato, no significa que por esa razón quiera o tenga que mentir. Una cosa es que haya condiciones propicias, que faltar a la verdad no le acarree mayores consecuencias, y otra cosa es que el Presidente tenga la voluntad o la necesidad de decir tantas mentiras.
¿Por qué miente el Presidente, entonces? Porque la verdad le es adversa. Y porque admitirlo haría estallar por los aires el eficaz relato que ha construido en torno a la autodenominada “cuarta transformación”. La distancia entre las expectativas y los resultados de su Presidencia es inmensa; la discrepancia entre lo que prometió (que siempre fue demasiado) y lo que ha logrado (que es realmente poco) es cada vez más evidente. La mentira es el puente a través del cual intenta franquear ese abismo. Y lo que sostiene ese puente es la fuerza que aún conservan, entre una mayoría de la población, los dos pilares que lo llevaron al poder: el enojo y la esperanza, ambas emociones genuinas, legítimas, aunque también muy susceptibles de ser utilizadas políticamente para fines distintos de los que las inspiran. Como le dijo en alguna ocasión Nikita Khrushchev a Richard Nixon: “Si la gente cree que hay un río imaginario allá afuera, no les dices que no hay un río. Construyes un puente imaginario sobre él”.
Con todo, López Obrador no es el primer ni el último político, en México ni en el mundo, que recurre a la mentira para mantenerse a flote y ejercer poder. A lo largo de la historia siempre ha habido una estrecha relación entre la mentira y la política. Seamos honestos: no es una novedad ni una sorpresa. Sin embargo, sigue siendo una tragedia: no solo porque no le cuesten (¿qué dice de una sociedad semejante normalización del engaño?) sino por la magnitud y la frecuencia de sus mentiras (¿qué dice de la realidad que un Presidente tenga que desconocerla una y otra vez?). La excepcionalidad de una figura como López Obrador fue saber convertirse en un líder político con credibilidad en un país cuya clase política estaba en el más absoluto descrédito. Se suponía que era diferente, salió peor. ¿Qué va a pasar con el enojo y la esperanza que lo han sostenido cuando el peso de tantas mentiras se le venga encima?