*Hemos fracasado porque la sociedad ha normalizado la violencia tanto como la contaminación, y por ello debemos seguir contando historias
/ Juan Pablo Becerra-Acosta M. /
Hace muchos-muchos años, en tiempos de Felipe Calderón, cuando Ciro Gómez Leyva y yo trabajábamos en Grupo Milenio, en la redacción del diario se creó un grupo de trabajo con periodistas de datos. La misión era contar los muertos, las ejecuciones con el sello del crimen organizado que eran perpetradas en todo el país, como consecuencia de la guerra entre narcos y el combate de fuerzas federales contra esas organizaciones delincuenciales.
El equipo lo encabezaban Roberto López, Rafael López Méndez y Melissa del Pozo, y el objetivo era llevar un recuento preciso de la matazón en todos los estados, de ser posible en las ciudades más importantes de cada entidad. Ese ejercicio periodístico permitió que la sociedad tuviera nociones claras de la envergadura del conflicto.
En algún momento, ya durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, mi querido Ciro, que era Director al igual que Carlos Marín, sembró una provocadora duda periodística: ¿servía de algo llevar ese recuento? Vaya, ¿había servido de algo hacerlo y tenía alguna utilidad continuarlo? Las inquietudes se las planteó al propio equipo, a otros directivos, no sé si a algunos colegas más, y a mí, que todavía no tenía un puesto de comando en ese medio, pero era reportero de asuntos especiales y llevaba años inmerso en esas lides reporteriles de meterme en cuanta zona de conflicto quise (o me pidieron).
Ignoro qué respondieron los demás, pero yo le dije que ese recuento representaba una fuente de información alternativa que era irrefutable, que era un contrapeso documental a los poderes, y que los gobiernos federales así como los estatales (del signo político que fuera) siempre tendrían la tentación de manipular, maquillar, tergiversar o de plano desaparecer estadísticas, como luego vimos que sucedió en Michoacán, cuando se alzaron en armas las autodefensas contra el cártel de Los Caballeros Templarios, y el impresentable gobierno michoacano de Fausto Vallejo y sus sucesores, convalidado por el gobierno federal de Miguel Ángel Osorio Chong y el virrey michoacano, Alfredo Castillo (pomposamente llamado “Comisionado para la Seguridad y el Desarrollo Integral de Michoacán), alteraron cifras. Algo parecido sucedió más adelante con el delito de extorsión en Ciudad de México en tiempos de Miguel Ángel Mancera, cuyos funcionarios de la entonces Procuraduría no tuvieron pudor en prácticamente desaparecer de las cifras el terrible delito de extorsión que se multiplicaba en cada alcaldía.
Así que, dijeran lo que dijeran los gobiernos, el grupo daba a conocer los datos duros que detallaban el parte de guerra mensual, tal como hicieron otros medios de comunicación, sobre todo en estados muy violentos, aunque luego les cayeron las amenazas de gobiernos y criminales (que a veces son lo mismo) y se crearon zonas de silencio que perduran hasta estos días.
Hubo una consideración adicional que hicimos algunos reporteros (no recuerdo si algún directivo también): había que ponerle rostro a la tragedia. Había que tratar de contar las historias de quienes morían asesinados, para intentar comprender no solo la saña de las ejecuciones, sino para no perder la humanidad e impedir que nos insensibilizáramos y normalizáramos la violencia con las inertes cifras de miles de asesinados sin nombres y rostros.
A lo largo de estos años cientos de periodistas y medios hemos contado muchas historias de desconsuelo y dolor, pero debemos reconocer que, colectivamente, hemos fracasado, porque esos casos aislados, en comparación con el volumen de cientos de miles de asesinados regados por todo el territorio, han sido insuficientes para comprender cabalmente qué pasa, no han servido de mucho para proponer soluciones, o al menos intentar alternativas, y tampoco han logrado aislar socialmente a los violentos, que tienen una enorme base social, ya sea por convencimiento y corrupción, por usufructuar sus ganancias sangrientas en los hogares y en los gobiernos, o por simple miedo a represalias.
Reitero: hemos fracasado porque la sociedad ha normalizado la violencia tanto como la contaminación, y por ello debemos empeñarnos en seguir contando historias, a ver si de esa manera quienes apoyan a los canallas se conmueven y van teniendo un ápice de conmiseración, y desde la valentía que debe dar la humanidad empiezan a aislar a esos monstruosos machos mexicanos que viven de la criminalidad y que el poeta Javier Sicilia llama “señores de la muerte”.
Ojalá, pero lo dudo…
BAJO FONDO
Fue asesinado el jueves. Y su casa, El Debate de Culiacán, hice este editorial:
“Luis Enrique Ramírez Ramos fue un periodista valiente y hoy fue asesinado. Fue comprometido con la verdad y apasionado con una profesión de alto riesgo, como lo demuestran los asesinatos cada vez más frecuentes de periodistas en el país.
“Hoy hay una madre huérfana de hijo que lo llora. Una familia que nadie podrá abrazarle.
“Nuevamente en EL DEBATE, en Sinaloa y en el gremio periodístico estamos de luto. Como de luto están miles de familias en un país que sobrevive entre la realidad cruel de la violencia impune y el pretexto gubernamental que indigna.
“Sí, en EL DEBATE estamos indignados ante este hecho terrible. No queremos de las autoridades las frases de siempre. No es la primera vez que nuestros periodistas e instalaciones son agraviadas. En nuestra triste memoria nos siguen doliendo los que se fueron y no han encontrado justicia.
“Este país no puede seguir así, con esta indolencia gubernamental, con esta falta de compromiso que exaspera para combatir la inseguridad, que nos tiene de luto todos los días. “Todos los días.”
Qué dolor. Qué impotencia. Nada más qué agregar.