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14.08.2023.- Los hombres hemos de ser muy cuidadosos a la hora de analizar el fenómeno de la violencia contra las mujeres, porque a medida que profundizamos en su estudio vamos comprobando que se trata de un problema universal de proporciones epidémicas. Es un problema con raíces culturales muy profundas y resulta difícil hablar de él sin sentir la necesidad de implicarnos en un esfuerzo de reflexión autocrítica.
El número de mujeres maltratadas y asesinadas por sus compañeros o excompañeros sentimentales es tan alto que nos hace preguntarnos qué aspectos de la educación masculina producen estos resultados, para plantearnos a continuación cuál es nuestro grado de responsabilidad individual y colectiva frente a esos aspectos y cómo podemos contribuir a erradicarlos.
Mientras sigue aumentando el número de mujeres que denuncian a sus parejas y no baja significativamente el número de las asesinadas, es sorprendente que haya tantos hombres que piensen que el problema de las agresiones machistas no tiene que ver con ellos porque ellos no agreden a nadie, y cuesta entender su pereza a la hora de dedicar tiempo y esfuerzo a disuadir a los potenciales agresores.
Sabemos que la violencia machista suele ir de menos a más, que va pasando de la desconsideración a la falta de respeto, y de ahí a la violencia psicológica, física o sexual. Pero también sabemos que no se trata de un proceso inevitable, como demuestra el hecho de que la mayoría no haya pegado ni violado a una mujer en su vida: cada cual tiene la posibilidad de maltratar o no, de ejercer la violencia o de no practicarla. Por eso cada hombre es responsable de sus actos, responsable de su propia violencia, y responsable también de evitarla.
Son muchos los hombres de todos los sectores sociales que intimidan, descalifican, presionan sexualmente, insultan, desprecian o intentan controlar la libertad y el dinero de las mujeres, y casi todos los que viven en pareja disponen de más tiempo libre que ellas porque las dejan hacer tareas del hogar que les corresponderían a ellos si el reparto de las mismas fuera equitativo.
No obstante, la lucha contra la violencia hacia las mujeres va consiguiendo pequeños éxitos; en el aumento de las denuncias se refleja un aumento de la sensibilidad más que un incremento de la violencia, las víctimas aguantan cada vez menos tiempo y menos niveles de violencia, ha mejorado la protección que reciben —a pesar de lo mucho que queda por hacer en este sentido—, ha disminuido la impunidad legal de los agresores y la conducta del agresor cuenta cada día con menos apoyo social. Aún así, las cifras siguen siendo tan altas que la violencia contra las mujeres nos impide ver, con la necesaria tranquilidad, cómo vamos caminando hacia la igualdad entre los sexos en la vida cotidiana. Las víctimas representan dramas personales tan concretos y urgentes que la necesidad de atenderlos —y de ver bajar el número de las agredidas— puede llegar a dificultar el trabajo sobre el conjunto de las desigualdades que sostienen la reproducción de la violencia machista.
El machismo y sus consecuencias se trasmiten de generación en generación a través de la educación y de mensajes que sugieren que los hombres tenemos que proteger a las mujeres y llevar la iniciativa en las relaciones con ellas.
Estos mensajes también los reciben las mujeres para que, de forma complementaria, esperen nuestra iniciativa y consientan nuestra protección. El resultado, cuando es el esperado, es el de «protección por sumisión», fórmula que ha servido para justificar la desigualdad entre los sexos durante milenios; pero sabemos que no es obligatorio seguir la fórmula al pie de la letra, tal como vienen demostrando el feminismo, el movimiento emergente de hombres por la igualdad y el hecho de que las relaciones de pareja sean, sobre todo en Occidente, cada vez más igualitarias.
Todos hemos sido educados en una sociedad machista, y seguramente hemos incurrido en formas de microviolencia contra las mujeres, no necesariamente conscientes ni intencionadas; nos obliga a permanecer siempre alerta y tratar de lograr que nuestros hijos e hijas no reproduzcan las mismas microviolencias asegurándoles una educación igualitaria.
Quizás lo más triste sea comprobar que la violencia machista no va desapareciendo con el relevo generacional, que nacer y crecer en un país democrático que proclama la no discriminación por razón de sexo, y el rechazo a la violencia machista no es antídoto suficiente para desterrar la idea de que se le puede levantar impunemente la mano a esa mujer a la que dijimos amar y con la que se supone que intentamos establecer un pacto de solidaridad para la vida.
Todo parece indicar que, para acabar con esta tradición, mujeres y hombres tenemos que poner más empeño; hace falta que deseemos la igualdad y unamos fuerzas para conseguir una sociedad libre de condicionantes sexistas, superando en el camino las desigualdades legales, reales y simbólicas entre los sexos, sin miedo a que, al mismo tiempo, se vayan diluyendo los modelos masculino y femenino que las sustentan.
La igualdad ya es el discurso social hegemónico y son mayoría los hombres que dicen estar a favor de la igualdad, pero ponen en el empeño mucho menos entusiasmo del que cabria esperar. Les falta mucho para asumir la parte de la carga que las mujeres siguen soportando por ellos, y no acaban de confiar en la capacidad de las mujeres para gestionar sus vidas, decidiendo incluso la tutela judicial que puedan estimar oportuna en cada momento.
Para unir fuerzas hace falta confianza, pero ésta no suele caer del cielo; es un sentimiento al que se suele ir llegando a medida en que cada cual se responsabiliza de la parte que le corresponde, y para inspirarla los hombres tenemos que implicarnos más en lo doméstico y apoyar las medidas de discriminación positiva que transitoriamente resulten necesarias para superar las desigualdades existentes o que vayan surgiendo.
Hemos insistido tanto en la responsabilidad que tenemos los hombres en la pervivencia de la violencia contra las mujeres, que a veces olvidamos que la inmensa mayoría no maltrata, y quizás sería más eficaz que las campañas para erradicarlo se dirijan a los hombres como aliados, insistiendo en la importancia de que den la cara para contribuir a diluir la sensación de complicidad que sienten los agresores ante su aparente neutralidad; buscando incrementar el conocimiento crítico del problema de género en el conjunto de la población, la implicación de la mayoría de los hombres en la lucha contra la violencia hacía las mujeres y un aislamiento de los agresores que facilite su denuncia, control y castigo, al tiempo que se desarrollan las medidas de protección a las victimas y su independencia económica para que recuperen la autonomía necesaria para rehacer sus vidas.
Debemos evitar que esta implicación de los hombres se entienda como mera solidaridad con las víctimas de una violencia que provoca alarma social, y conseguir en cambio que se comprometan a luchar contra toda forma de violencia contra las mujeres, empezando por aquella de la que son directa y personalmente responsables. O lo que es lo mismo: que vean la necesidad de acabar con el machismo y sus manifestaciones, que apuesten por la igualdad entre los sexos y que la inmensa mayoría pase de estar de acuerdo con el cambio a asumir sus responsabilidades en casa y en la calle para hacerlo posible.
Pero conviene señalar algo: estamos tan acostumbrados a estudiar las resistencias de los hombres al cambio, el camino que les queda por recorrer y lo desesperante que resulta su escaqueo cotidiano, que cuesta ver —y aún más reconocer— que de hecho sí están cambiando. Su oposición a la igualdad está siendo en general menor de lo que podía esperarse; han dado su apoyo —aunque sin mucho entusiasmo— a los avances legislativos que ayudan a consolidar el cambio que está liderando el movimiento de mujeres, algunos llevan años llamando a romper el silencio cómplice frente a la violencia contra las mujeres y los hay que intentar organizar un movimiento de hombres por la igualdad que una fuerzas con el movimientos de mujeres en la batalla contra 83 las desigualdades entre los sexos.
La inmensa mayoría son bastante menos machistas que sus padres; cada día son más conscientes de que no existen argumentos contra la igualdad, que su escaqueo es injustificable y que han de ponerse las pilas y el delantal en lo doméstico, saben que tienen que implicarse más en casa, asumir sus responsabilidades, y comprometerse de forma cada vez más activa en público.
Pero no es menos cierto que, a pesar de todo, nos resulta más fácil solidarizarnos con las mujeres en general que con nuestras propias parejas en particular, denunciar la violencia que implicarnos contra ella, criticar la violencia evidente que ejercen los otros que la de menor intensidad que ejercemos la mayoría.
Capítulo 6.- La posición de los hombres frente a la violencia contra las mujeres .
La muerte de Ana Orantes, la granadina de 60 años a la que su ex marido roció con gasolina y calcinó el 17 de diciembre de 1997 por haber contado en un programa de televisión los malos tratos a que éste la había sometido durante años, marcó un antes y un después en el grado de sensibilidad y repulsa de la opinión pública frente a la violencia machista.
Su asesinato provocó que en enero de 1998 el grupo de hombres de Sevilla sacara el primer manifiesto público de “hombres contra la violencia ejercida por hombres contra las mujeres”, recogiera firmas de hombres en su apoyo y pusiera en circulación el lazo blanco, símbolo de la paz, sin saber que reproducían una iniciativa similar impulsada por hombres canadienses.
Esta decisión hizo visible, por primera vez, que la violencia contra las mujeres era rechazada por un número significativo de hombres, que dejaban de estar dispuestos a seguir manteniendo el silencio cómplice que sirve a los agresores de coartada, la coartada de hacer pensar que el maltrato lo ejercen en defensa de unos privilegios históricos que el colectivo masculino deseara conservar.
La iniciativa marcó por tanto el principio del fin de la cohesión pública de los hombres
frente a las mujeres; fue el primer signo claro de división de los hombres ante el conjunto de la ciudadanía en dos grupos claramente irreconciliables que intentan orientar la evolución de la mayoría del colectivo masculino: los que apuestan por mantener a toda costa sus privilegios sobre las mujeres y los que se plantean, junto al feminismo, erradicar las desigualdades entre los sexos. Estos dos grupos mantienen posiciones enfrentadas en todos los temas en los que se plantea la posibilidad de avanzar hacia la igualdad: incrementar la implicación de los hombres en lo doméstico, aplicar medidas de discriminación positiva para romper los techos de cristal que dificultan la igualdad de oportunidades, reconocer a las mujeres el derecho a controlar su sexualidad y su capacidad reproductiva, etcétera.
Diferencias que se van trasladando al conjunto de la ciudadanía, y han contribuido a lograr que cada día cueste más encontrar hombres capaces de rechazar en público que la igualdad entre los sexos es un objetivo deseable. Un ideal que hoy dicen defender hasta sus detractores cuando tratan de explican las posiciones con las que intentan socavarlo, oponiéndose al derecho al aborto, a la ley integral contra la violencia, etcétera.
El manifiesto de Sevilla contra la violencia hacia las mujeres fue mucho más que la manifestación espontánea de un grupo de hombres que sintieron la necesidad de levantar la voz contra una salvajada: fue el resultado de un proceso de cambio que se venía gestando en sectores del colectivo masculino cercano al feminismo desde los albores de la democracia. Hombres y grupos de hombres que desde distintas zonas del Estado (Valencia, Bilbao, Madrid, Barcelona…) llevaban más de una década cuestionando los modelos masculinos tradicionales y manifestando públicamente sus posiciones contra la desigualdad entre los sexos, compartieron la ola de indignación que provocó el asesinato de Ana Orantes.
Fue sólo el primero de una serie de gritos que desde entonces han levantado miles de hombres para deslegitimar a los agresores, diciéndoles que no sólo no eran los más consecuentes con lo que se espera de cualquiera “que se vista por los pies”, sino que avergonzaban a la inmensa mayoría del colectivo masculino.
Estas voces se ya se habían levantado en países como Canadá y desde entonces se vienen oyendo cada vez más fuertes en países de todo el mundo. Voces que proclaman alto y claro que la violencia contra las mujeres no es la consecuencia inseparable de la masculinidad aunque tenga su origen en la educación de la misma, porque todos hemos sido educados en el machismo pero sólo una minoría pega a las mujeres, de modo que por muchas explicaciones que den no existen justificaciones y los agresores son los únicos responsables de sus actos ante sus víctimas y ante la justicia.
Es el extracto del estudio de José Ángel Lozoya Gómez (2009) LOS HOMBRES FRENTE A LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES J