Otras ciudades desiertas .

LINOTIPIA

/ Peniley Ramírez /

Poco antes, yo había leído Ciudades desiertas, la maravillosa novela que José Agustín publicó en 1982. Recuerdo que me impactó cuánto de aquel texto vi en Brownsville. Era como si, al cruzar la frontera, toda la algarabía de Latinoamérica pasara un filtro invisible que recortaba todo, lo metía en cajitas y colocaba números de serie a los objetos y a la gente.

Con aplomo y precisión de cirujano, José Agustín me alertó: el autobús tarda mucho en pasar, la comida son unas mazorcas enanas e insaboras, se paga el supermercado con cheque, solo hay peatones en torno a las universidades, porque el resto de la gente “toma el coche hasta para ir al excusado”. Las ciudades son un rosario de comercios y letreros, todo tan limpio “que parece como si esterilizaran hasta las banquetas”.

En la novela, a las ciudades desiertas se contraponía el gentío de los malls, los centros comerciales donde “estaba todo mundo”. Leí en la novela: “Todas las ciudades de Estados Unidos eran iguales a ésa, y como decían los nativos, si viste una, ¡ya viste todas!”.
En los últimos años, la agudeza de aquel texto guio mi ojo de reportera. Desde 2015, cuando inicié como corresponsal en Univision, he reportado en pueblos similares a los que describe José Agustín, en Texas y en Carolina del Sur, en California, Louisiana, Florida.

He encontrado las mismas casitas, pintadas en tonos ocres, las paradas de autobuses vacías, los anuncios de iglesias y abogados, los mismos carteles de las cadenas de restaurantes, que pertenecen a los mismos -pocos- dueños. Puedes escoger pizza, carne, mariscos, pasta. Y 20 pueblos más adelante, o siete estados más al sur, de nuevo pizza, carne, mariscos, pasta.

En efecto, muchos pueblos no tienen banquetas en las calles, porque no tiene caso construirlas. La gente sube a su auto y conduce hasta el gimnasio. Allí, se trepan a las caminadoras eléctricas y andan, mientras escuchan sesiones pregrabadas de meditación, con señoras de voz suave diciéndoles al oído que lo mejor está allí afuera.

La medida del éxito personal está en el “progreso”. El progreso se mide, en la mayoría de los casos, por la cantidad de televisores colgados en las casas, el año de manufactura de los coches, o cuántos años faltan para liquidar la hipoteca.

¿Cómo se encuentran historias que tengan interés público en una sociedad así? Obtuve una respuesta, de nuevo, de la novela. Dice José Agustín que entre los habitantes de aquellas ciudades desiertas abundan las “ideas reaccionarias” y “una mentalidad estúpida, provinciana y retrógrada”. Como reportera, encuentro aún esas ideas. Reporto sobre la discriminación sistémica, el racismo y la violencia no solo de las armas, sino en el acceso a la salud o a la educación. La diferencia, hoy, es que quienes tienen estas ideas retrógradas no solo se agrupan ya en los malls sino en comunidades virtuales donde se esparce el odio. Algo cambió desde 1982: la soledad es más virtual, más profunda, y el odio le ha perdido el miedo al qué dirán. Ahora se grita, incluso desde la Casa Blanca.

Dice la protagonista de Ciudades desiertas que lo que debía hacerse “era ahorrar lo más posible para salir a Nueva York donde, como todo el mundo sabe, es donde está el buen ambiente”. Hace casi tres años me mudé con mi familia a Nueva York. Finalmente, encontré algo en lo que discrepo con la novela. Es verdad, hay buen ambiente y se camina, sobre todo en verano. Pero también esta ciudad es un desierto profundo, con gente que amaina la soledad perdiéndose en vagones de tren donde conviven ejecutivos de Wall Street y vagabundos que se gritan a sí mismos en los reflejos de las ventanas.

Esta semana nevó en Manhattan. Pocas horas después, en México, moría José Agustín, el hombre que me descubrió el silencio locuaz de Estados Unidos. Sirva este texto como un modesto homenaje, de una lectora que le debe tanto, aunque él nunca lo supo.