Primera llamada, primera .

* Estrictamente personal.

/Raymundo Riva Palacio/

El presidente Andrés Manuel López Obrador se indignó tanto por la publicación de Estados Unidos de testimonios que afirman que recibió dinero del Cártel de Sinaloa durante su campaña presidencial de 2006, que denunció al gobierno de ese país por permitir esas “prácticas inmorales” –que no especificó si se refería a respetar la libertad de prensa o las investigaciones que realiza el aparato judicial y de inteligencia–, y al rechazar el señalamiento, elevó la apuesta y retó al presidente Joe Biden a que se dé por enterado de su molestia. Hasta aquí la posición para la gradería doméstica. Sin embargo, el Sol no se va a ocultar.

Hay que apuntar la fecha, 30 de enero de 2024, porque puede significar un quiebre en la tolerancia política que ha tenido el gobierno de Estados Unidos con los arrebatos del presidente López Obrador contra la DEA, el Departamento de Estado y los servicios de inteligencia, mientras es laxo y respetuoso con el crimen organizado. Lo que se dio este martes fue una explosión de información confidencial sobre un tema delicado con una sincronía inusual en cuanto a tema y fuentes que la hicieron trascender a medios de comunicación.

La respuesta de López Obrador era previsible, acusar a la prensa estadounidense de estar “subordinada” al poder, mediante lo cual asume implícitamente que sus patrones están en el gobierno de Biden, por lo que deja ver que entiende que la revelación tuvo una intencionalidad política en Washington. También ubicó su publicación en el contexto electoral, tanto en Estados Unidos –lo que no se terminaría de entender por qué– como en el doméstico –donde haya sido la motivación o no–, que sí afecta el estado de cosas. Lo que quizás el Presidente no termina de ubicar en su justa dimensión es que las imputaciones muestran el futuro que se le avecina.

De manera no vista antes, tres periodistas, la mexicana Anabel Hernández, y los estadounidenses Tim Golden y Steven Dudley, abordaron el mismo tema, el mismo día. Hernández abrió la polémica en un artículo de opinión en el portal de la radio pública alemana, Deustche Welle, donde citaba una investigación del Departamento de Justicia entre 2010 y 2011, que concluía que el Cártel de Sinaloa había aportado entre 2 y 4 millones de dólares a la campaña presidencial de López Obrador.

Horas después, Dudley y Golden publicaron sus trabajos en InsightCrime y ProPublica a partir de una investigación de la DEA que evaluó el Comité de Revisión de Actividad Sensible, compuesta por funcionarios del Departamento de Justicia y de la DEA, que revisa las operaciones clandestinas relacionadas con tráfico de drogas, narcotraficantes y también funcionarios extranjeros corruptos, donde el sujeto central es Mauricio Soto Caballero, un consultor de la Ciudad de México con contactos oscuros que buscaba entrar al negocio del tráfico de cocaína.

Los trabajos periodísticos involucran al Cártel de Sinaloa, por medio de la organización de los hermanos Beltrán Leyva, antes de que rompieran con sus socios y compadres, y su operador, Édgar Valdés, La Barbie, supuesto enlace del dinero. En la parte mexicana están Soto, que había apoyado campañas políticas anteriormente, incluidas las de López Obrador, Héctor Francisco Pancho León García, un empresario y candidato al Senado en Durango, que tras perder la elección desapareció, y Nicolás Mollinedo, el famoso Nico que por mucho tiempo manejó y fue una especie de secretario privado del Presidente. También figura Jennifer, un testigo protegido, Roberto López Nájera, que fue utilizado por el exprocurador Eduardo Medina Mora como comodín en múltiples casos, que probó aquí y en Estados Unidos ser poco fiable.

Se puede descalificar a los medios, a los periodistas e incluso la misma información, como sucedió a través de las voces al servicio de la Presidencia o de expertos que revisaron contenido y contexto de lo publicado, pero no puede el Presidente quedarse ahí. Hay dos casos mexicanos que debe revisar: la detención en Los Ángeles del general Salvador Cienfuegos, exsecretario de la Defensa Nacional, en 2020, y la detención y juicio del exsecretario de Seguridad Pública Genaro García Luna, cuyo caso está siendo revisado en la corte de Brooklyn, pero que tiene previsto, si no hay sobreseimiento, que lo sentencien a fines de junio.

Por el método utilizado en Washington para imputar a López Obrador y el volumen de fuentes de funcionarios y exfuncionarios estadounidenses que las respaldan, son cualitativamente más severas que lo que se hizo con Cienfuegos y García Luna, al utilizar la arena pública como señales de lo que viene, para lo que debe analizar lo que hizo el Departamento de Justicia con Juan Orlando Hernández, que tan pronto como terminó su mandato como presidente de Honduras, fue acusado de tráfico de cocaína a Estados Unidos y extraditado por el nuevo gobierno.

La investigación contra Hernández abarcó de 2004 a 2022. Fueron 18 años en los que estuvieron armando la acusación formal, pero las llamadas de atención que tuvo no fueron directas, sino a través de imputaciones que iban siendo publicadas gradualmente por The Wall Street Journal, hasta que lo detuvieron, lo juzgaron y presentaron el pliego consignatario donde surgió el nombre del entonces presidente.

Con López Obrador no hubo llamadas indirectas, sino una directa, este martes, que surgió en el juicio contra García Luna, cuando su abogado César de Castro buscó utilizar la investigación en un interrogatorio. El juez Brian Cogan lo frenó, aduciendo que ese tema no estaba a juicio. López Obrador reaccionó en ese momento amenazando con demandarlo, pero no hizo nada más, una inacción, negligencia o soberbia incluso, que se ha revertido con el mensaje en Washington de que está abierta una investigación en su contra, probablemente transexenal.

López Obrador no debe quedarse gritando a los mexicanos y denostar a la misma DEA que le creyó ciegamente en el caso de García Luna, sino tomar lo sucedido el martes como una cita con la justicia estadounidense que vendrá tarde o temprano, para lo cual debe prepararse, enviar en su calidad de Presidente al fiscal a Washington para saber qué se tiene exactamente contra él y comenzar a preparar su defensa.