Mariano Moreno Santa Rosa
La intolerancia siempre ha sido una característica inherente de las organizaciones que se hacen llamar pro vida. Por lo general, no les gusta escuchar argumentos ajenos a sus creencias, gritan fuerte para no escuchar posturas distintas a las de ellos, no vaya a ser que por ahí también se meta el diablo. Tienden a tener razonamientos tramposos: si yo apoyo la vida entonces tú, maldito desalmado, quieres la muerte. Desaíran la evidencia como si fueran alérgicos a ella, y creen que detrás de sus opositores se encuentra una perversa maquinaria internacional para destruir la fe, la familia, y convertir a toda la población humana en homosexual.
Solo pueden ver el mundo de una sola manera, y esa visión suya, dictada por hombres viejos hace siglos, suele ser cuadrada, maniquea, de un mismo color que no acepta matices. Además, son hipócritas. Se preocupan por quienes aún no nacen y sienten indiferencia por los derechos de quienes ya están en el mundo. Los casos de niños violados por miembros del clero son un ejemplo de ello.
El lunes, la diputada local Mónica Robles Barajas tenía programada su participación en el Encuentro por la Igualdad y la No discriminación. Dicho foro tenía como objetivo dar a conocer a la ciudadanía de Coatzacoalcos las modificaciones al código civil veracruzano, justamente para que no fueran a malinterpretarse los contenidos de la reforma y pudieran exponerse con claridad. De poco sirvió la buena intención ante quienes disfrutan vivir en el medievo. La diputada Robles tomó la palabra y un sincronizado grupo de personas se levantó de sus asientos para gritar las consignas que les dijeron que tenían que gritar. Tal vez pensaron que sus propósitos se cumplen gritando más de mil veces “que viva la familia”, porque durante más de media hora no se escuchó otra cosa. En ningún momento guardaron silencio para escuchar las posiciones de la otra parte, tampoco hicieron caso cuando se les llamó al diálogo. Finalmente, el evento tuvo que ser cancelado y los manifestantes pro vida se quedaron únicamente acompañados de su griterío.
¡Qué viva la familia!, gritaban exasperados, como si la homosexualidad fuera la causante de la desintegración familiar, y no lo fuera el machismo, la violencia, el alcoholismo, la migración, el abandono, o la afición al América. Malagradecidos que odian la Biblia, decía una de las pancartas de los manifestantes, demostrando que el libro más vendido del mundo es también el menos comprendido.
No exagero al decir que el grupo que reventó el foro protesta desde la peor ignorancia: la autoimpuesta. En ninguno de los once puntos a la reforma del Código Civil se menciona la despenalización del aborto, lo cual, debo decir, me parece un tema cuya discusión no debe prolongarse más en Veracruz.
El tiempo ha rebasado a los grupos pro vida. Para ellos, un mundo ideal sería aquel de costumbres anacrónicas, donde la discriminación fuera aceptada y la mujer considerada inferior. ¡Yo estoy a favor de la vida!, dicen desde el país de las fosas, inconscientes de que la tragedia nacional no está en quien aborta o en si en dos personas del mismo género deciden casarse.
Su Iglesia, esa que ha tenido control político, privilegios e influencia desde la Conquista, hoy tiene el descaro de llamarse perseguida por intereses oscuros. Si ellos cuentan con el beneplácito y el visto bueno del ser que supuestamente vive allá arriba en las nubes, entonces, ¿por qué la intolerancia, los gritos, la violencia, el ruido desesperado? Para tener buenas conexiones celestiales, se les ve con demasiada angustia cada que interrumpen un evento con posturas ajenas a las suyas.
Habrá que recordarles a aquellas organizaciones que el Estado mexicano sigue siendo laico, y que los gritos de unos cuantos no determinan la garantía de los derechos para todos.