Rúbrica.
Por Aurelio Contreras Moreno.
Por más que el régimen, sus aduladores y sus golpeadores oficiosos han intentado desvirtuarlo, no hay duda que el movimiento de mujeres de las últimas semanas ha significado un verdadero parteaguas en la historia reciente del país.
La marea violeta que inundó las calles de algunas de las principales ciudades de México el 8 de marzo y la subsecuente desaparición pública de las miles y miles de mujeres que se unieron al paro del día 9, marcan un antes y un después en la manera como la sociedad mexicana entenderá el papel que juegan niñas, jóvenes, adultas y personas mayores no solo en el desarrollo económico y social, sino incluso en la conciencia de la nación.
Si algo distinguió tanto las multitudinarias marchas del 8M como el paro del 9M, es que a ambos hechos se sumaron mujeres con diferentes visiones del mundo y la vida, de corrientes de pensamiento diversas y hasta antagónicas, de todos los estratos socioeconómicos y provenientes de prácticamente todas las esquinas del espectro partidista. Algo completamente inédito en este país y que marca, más allá de consignas políticas, una manera diferente de enfrentar el brutal clima de violencia que las/nos aqueja.
Y es que a pesar de los excesos en que inevitablemente se incurrió durante algunas de las marchas, el porcentaje de quienes vandalizaron fue ínfimo en comparación con el número total de asistentes, cuya demanda de seguridad y de alto a la violencia mantuvo la más absoluta legitimidad, sin perder un ápice de su fuerza simbólica.
Precisamente por eso el pavor de un régimen que no ha sabido estar a la altura de las circunstancias y cuya paranoia política le hace ver conspiraciones en todos lados. Por ello, muy claramente se infiltraron grupos de choque –en los que había hombres también, a la vista de todos- que alentaron los desmanes e incluso pusieron en peligro la vida de otras personas, como fue el caso de la bomba molotov lanzada a las puertas de palacio nacional por una mujer con más pinta de policía que de feminista.
Por ello también la penosa reacción de las autoridades tratando de boicotear las protestas, así como de algunos medios y periodistas que se olvidaron de la función social que alguna vez cumplieron en gobiernos anteriores y que ahora, instalados en la militancia oficialista, se dedicaron a hacerle “el caldo gordo” al lopezobradorismo en el poder, empujando en sus espacios las teorías del “golpe de Estado” que pretenden endilgarle a un movimiento integrado por un gran número de mujeres que votaron por Andrés Manuel López Obrador y su partido en 2018, y que ahora son acusadas de servir como instrumento de los “conservadores” porque se “atreven” a exigir que la autoridad cumpla con su obligación mínima.
Sería de una enorme ingenuidad creer que una marcha y una protesta silenciosa, por multitudinarias que sean, resultan suficientes para terminar con un fenómeno de violencia machista arraigado en la cultura y la educación de un pueblo como el mexicano. Tan solo este pasado fin de semana, con todo y las protestas, al menos cinco mujeres fueron asesinadas en México. Una de ellas, en la ciudad de Boca del Río, Veracruz, donde el alcalde panista –porque para la mezquindad no hay fronteras partidistas- Humberto Morelli estaba más preocupado por quitarle la energía eléctrica a las manifestantes que por garantizar su seguridad y su derecho a la libre manifestación.
La gran mayoría de las mujeres que protestaron de una u otra manera este fin e inicio de semana lo único que piden es poder vivir en paz, con seguridad, sin miedo. Tan solo eso implica ya una verdadera transformación para este país. Una de color violeta.
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