Las nuevas formas de censura ya no recurren necesariamente al uso de la fuerza para silenciar. Se trata de prácticas mucho más complejas, que incluso han llegado al extremo de intentar trastocar algunos de los supuestos más básicos del ejercicio de los derechos. Así, se ha impulsado la idea de que la libertad de expresión protege el discurso del poder.
Hay dos tendencias que se escudan en la premisa de que las autoridades gozan de la libertad de expresión. La primera es el uso indiscriminado de verdades a medias o de información abiertamente falsa para manipular el discurso político. Se trata, para decirlo pronto, de la dimensión política de la era de la posverdad. La segunda consiste en echar mano de un discurso que estigmatiza y descalifica desde el poder a medios de comunicación, periodistas, líderes de opinión y hasta científicos.
Ambas conductas tienen un efecto que limita indirectamente el ejercicio de las libertades y, por ello, están prohibidas. La Convención Americana sobre Derechos Humanos, cuyas normas tienen rango constitucional, es contundente: “No se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos […] encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”.
Los riesgos son reales y el debate no es puramente académico. La semana pasada, la Suprema Corte informó que la Primera Sala atrajo, a propuesta del ministro González Alcántara, dos casos relacionados con el discurso de servidores públicos en contra de periodistas.
La Sala podrá pronunciarse sobre dos cuestiones fundamentales. Por un lado, “si los actos de comunicación que realicen las autoridades estatales en funciones son un ejercicio de libertad de expresión y, de serlo, cuáles son sus límites”. Por el otro, “si las expresiones que realiza una autoridad estatal sobre sus gobernados se tratan de un discurso constitucionalmente protegido”.
El asunto involucra una disputa entre un presidente municipal y un periodista, pero sus implicaciones van mucho más allá del caso concreto. La Primera Sala tendrá que pronunciarse sobre si los funcionarios gozan de “libertad de expresión” cuando hablan desde el poder (en nuestra opinión, la respuesta es negativa) y si sus dichos tienen un efecto inhibitorio indirecto sobre la libre circulación de las ideas. Se trata de saber si los calificativos expresados desde el púlpito presidencial son admisibles en una democracia constitucional.
SERGIO LÓPEZ AYLLÓN Y JAVIER MARTÍN REYES
Investigadores del Cide