Rúbrica.
Por Aurelio Contreras Moreno.
Los más recientes arranques autoritarios del presidente de México revelan en muy buena medida un estado anímico y emocional que, huelga decirlo, es mucho muy peligroso para tomar las decisiones más importantes del país.
Desde la megalomanía que desborda al inquilino de Palacio Nacional al grado de usar una tribuna internacional para exhibir sus complejos y delirios de grandeza, hasta sus reacciones iracundas contra quienes no doblan la cerviz ni muestran la sumisa abyección exigida ante sus decisiones, Andrés Manuel López Obrador juega a que México es suyo.
Intolerante hasta la médula, a los que protestan contra su gobierno –con o sin argumentos, pero en uso de su derecho- les manda a la fuerza pública; a los que le renuncian porque no quieren terminar en la cárcel por encubrir la pasmosa corrupción que existe al interior de su administración, los denuesta y llama cobardes; a los gobernadores incómodos los chantajea con el dinero del presupuesto y es incluso capaz de dejar a su suerte a los habitantes de sus estados retirando el apoyo federal en seguridad. A los medios y periodistas críticos ya sabemos cómo los acosa.
La renuncia de Jaime Cárdenas a la titularidad del organismo pretenciosamente bautizado como Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado representa una de las más contundentes pruebas de la manera como se maneja el gobierno de la pretendida “cuarta transformación”: lo robado se lo volvieron a robar, con la agravante de que además se pusieron a hacer negocios al amparo de lo que ya se había reintegrado al patrimonio público.
Y lo más grave ni siquiera es que al interior del gobierno de la supuesta “honestidad” se documenten y denuncien corruptelas, pues para eso existen instancias como los órganos de control y las propias fiscalías. Lo detestable es que desde las más altas esferas del poder se ordene hacerse de la vista gorda, encubrir el latrocinio y, si no se está de acuerdo con eso, hacerse a un lado porque en la “4t” no hay cabida para esas “debilidades”.
“Lealtad ciega” al proyecto de “transformación” exigió públicamente López Obrador a sus correligionarios y colaboradores durante su perorata mañanera de este jueves. Pero en realidad la estaba exigiendo para él, pues se ve a sí mismo como la encarnación no solo de “su” transformación, sino del “pueblo” mismo. “México soy yo” y quien está en mi contra, es un “traidor”.
No extrañe entonces que en los foros internacionales como el muy reciente de la Asamblea General de Naciones Unidas el presidente repita la misma verborrea que arroja sobre la panda de lambiscones que le aplaude en las “homilías” mañaneras y hasta se dé el lujo de aludir a genocidas fascistas para destacar su personal frenesí por convertirse en “héroe” histórico.
Es precisamente la historia la que ha demostrado que al único lugar al que llevan tales extravíos es al totalitarismo, en el que el líder absoluto se cree el único con derecho y potestad de administrar, procurar e impartir justicia, pero que en su “infinita benevolencia” le pregunta a “su pueblo” si quiere hacer lo que él dice que hay que hacer. Y en cuanto es “infalible” e “incuestionable”, oponérsele no merece más que el cadalso –político, legal y personal- para quien ose contradecirlo.
Del manual del tiranozuelo.
La decisión de la Corte
Como la Constitución y el elemental sentido común indicaban desde el primer momento, la pretendida consulta popular para preguntar si se quiere enjuiciar a los ex presidentes de México no tiene sostén jurídico alguno y así quedó asentado en el proyecto de resolutivo que el ministro Luis María Aguilar presentará ante el Pleno de la Suprema de Corte de Justicia de la Nación.
No bien se había publicado el contenido de la resolución, los textoservidores mediáticos y cibernéticos de la “4t” se arrojaron sobre el cuello del togado y desde el centro mismo del poder de este país comenzó la presión sobre la Corte, que habrá de emitir su veredicto el próximo 1 de octubre.
De lo que decida el máximo tribunal dependerá en una enorme medida el respeto a la presunción de inocencia, a las garantías para acceder a un juicio justo y al debido proceso. No para los presidentes, sino para todos los mexicanos.
Lo que está en juego es el futuro mismo del estado de Derecho en México. Ni más ni menos.
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