Ana Laura Magaloni Kerpel
La CNDH es el órgano autónomo más caro de los que están en la mira del Presidente. La Comisión cuesta tres veces más que lo que cuesta la Cofece, el menos costoso de los órganos autónomos. Según datos publicados por Reforma el 8 de enero, mientras que la CNDH cuesta 1,679 millones de pesos anuales, la Cofece cuesta 598 millones. Queda clara la enorme distancia que existe entre ambas instituciones. En el caso específico de la CNDH (a diferencia de otros órganos autónomos, incluida la Cofece) sí creo que valdría la pena evaluar cómo utilizar de mejor forma esos recursos, pero con el mismo objetivo: la defensa y protección de los derechos humanos de los más vulnerables. Un gobierno de izquierda no puede simplemente ignorar esta tarea.
Como lo he sostenido por varios años, el diseño institucional y las atribuciones de la CNDH se han hecho cada vez más obsoletos para cumplir con su objetivo. Los mecanismos de protección de derechos humanos que tiene la Comisión -recomendación, conciliación y orientación al quejoso- son fórmulas desgastadas y poco efectivas en el México de hoy. Nada de lo que determine la CNDH obliga a las autoridades. La Comisión es un órgano cuya eficacia e impacto depende centralmente del contexto político en el que está inserta. Si en este contexto es costoso, en términos de reputación y carrera política, no hacer caso a las determinaciones de la CNDH, entonces la institución puede tener relevancia. Vale la pena preguntarnos qué tan costoso sería hoy para cualquier autoridad no cumplir con una recomendación de la CNDH. Me queda claro que hace tiempo necesitamos reinventar a la Comisión. En concreto, es urgente pasar de la arena política a la arena jurisdiccional la defensa y protección de los derechos humanos de los más débiles. Ello sería una política ejemplar de un gobierno que se ha propuesto cerrar las amplias brechas sociales.
Los jueces de amparo tienen mucho mejores instrumentos que la CNDH para proteger derechos humanos. De punto de partida, sus sentencias sí son vinculantes jurídicamente y si la autoridad no las acata, los jueces pueden inclusive ordenar su destitución. Sin embargo, el acceso a los jueces es restringido: sólo quienes tienen dinero e información para contratar a un buen abogado pueden defenderse a través del amparo. Un rasgo distintivo de una sociedad desigual.
En este sentido, antes de simplemente desaparecer la CNDH, el Presidente debería considerar transformar esa institución en una defensoría pública ejemplar. El tamaño de la institución y el perfil de funcionarios que laboran en ella (casi todos son abogados) permitirían garantizar, como nunca se ha hecho en México, el acceso real y efectivo a un tribunal a quienes no han tenido nunca la posibilidad de defenderse frente al abuso y la arbitrariedad.
Lo he dicho siempre y de muchas maneras: una sociedad más justa y pareja requiere necesariamente un común denominador en el ejercicio de derechos. Ello pasa, necesariamente, por garantizar un acceso real y efectivo a la justicia cuando tales derechos son violados. Ningún gobierno en México se ha propuesto cerrar las brechas en materia de acceso a la justicia. De hacerlo el Presidente, sería la primera reforma en esa materia. Hay que pasar de una institución obsoleta -la CNDH- a una defensoría pública ejemplar.
México está en uno de esos momentos excepcionales y necesita saber, urgentemente, que la justicia, y no la fuerza, es la mejor manera de pacificar nuestras diferencias y de volvernos a hilvanar como colectividad. No hay forma de conciliarnos con la justicia sin garantizar que el acceso a un tribunal no dependa de la capacidad económica del agraviado. Un principio elemental de igualdad que en México está muy lejos de ser garantizado.