Caprichos .

** A juicio de Amparo .

/ María Amparo Casar /

Así como la violencia que asola al país y llena las primeras planas e interiores de la prensa, así también leemos o escuchamos a diario fallas en los servicios elementales a los que tiene derecho la ciudadanía. La prestación de servicios no es una dádiva. Es una obligación del gobierno. Cuando no funcionan, el gobierno en turno no está cumpliendo con sus tareas ni está usando los impuestos como es debido. En muchas ocasiones, ni siquiera está ejerciendo el presupuesto para los conceptos para los que fue aprobado por la Cámara de Diputados. No se respeta lo que ordenan los representantes de la nación que son los legisladores.

Si todos los presidentes anteriores cayeron en la ilegalidad de ignorar el mandato presupuestal, éste lo ha hecho con todavía más frecuencia e intensidad. El año pasado rompió el récord de discrecionalidad medido por el porcentaje de disparidad entre los rubros de gasto para los que la Cámara de Diputados dio su aprobación y los rubros de gasto en los que el Ejecutivo usó el dinero aprobado: 19% del presupuesto no se utilizó en lo que los diputados aprobaron que se gastaría. Esto quiere decir que 941 miles de millones de pesos se fueron a partidas distintas a lo aprobado. Puesto de otra forma eso equivale a todo el presupuesto de 2022 de Pemex sumado al de la Secretaría de la Defensa Nacional.

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En este sexenio se ha llevado al extremo la mala práctica de que el Presidente maneje a su antojo las instituciones, en especial, la administración pública. Aun reconociendo, sin conceder, que el gobierno tuviese al personal calificado para diseñar buenas políticas públicas y el aparato burocrático para implementarlas, no hay manera de hacerlo cuando las decisiones se concentran en el Ejecutivo y responden a sus caprichos que son, según la psicología, “las ideas que una persona desarrolla por fuera de la lógica y de lo razonable” y, según el diccionario, “la determinación de llevar a cabo un deseo impulsivo y vehemente de algo que se considera prescindible o arbitrario”. Las obras de infraestructura pueden leerse a la luz de estas definiciones. ¿Necesitaba México un aeropuerto-base militar a todas luces ineficaz para cubrir las ingentes necesidades de transporte aéreo, una refinería, un Tren Maya? NO.

Por capricho se decidió cancelar un aeropuerto (NAIM) que no sólo llevaba un avance considerable, sino que resolvería el problema de saturación del AICM y convertiría a México en un nodo (hub) capaz de competir con Miami y Panamá. La corrupción aducida nunca fue comprobada. No hay culpables de tal delito. Para el NAIM se hicieron estudios de viabilidad, capacidad, rentabilidad, impacto ambiental, conectividad, sustentabilidad, mecánica de suelos, ingeniería hidráulica, revitalización urbana… Nada de esto se hizo para Santa Lucía que, según los expertos, no pasará nunca de la marginalidad.

¿Las decisiones tomadas sobre estas obras correspondieron a un costo-beneficio económico o social? NO. Todo indica que no serán rentables ni conllevan beneficio alguno ni para la sociedad ni para la proyección internacional del país. ¿Se cumplió con la promesa de que, a diferencia del pasado corrupto, en estas obras el costo proyectado sería igual al erogado? NO. Dos Bocas lleva más del 50% de sobrecosto, el AIFA de 55% y el Tren Maya de 172 por ciento. Todo por mala planeación y peor ejecución. Estos sobrecostos aún no terminan porque las obras tampoco han terminado, aunque dos de ellas han sido ya “inauguradas”. Seguramente, la nueva fase de apretarse el cinturón, bautizada demagógicamente como el tránsito de la austeridad republicana a la pobreza franciscana obedece a la necesidad de obtener más recursos para estas obras. De hecho, no hay evidencia de austeridad republicana alguna, pues como bien lo escribió Sergio Sarmiento (Reforma, 28/07/2022), el gasto público neto en 2018 fue de 5.3 billones de pesos y el que se espera para 2022 será de 7 billones y, “no sirve ahorrar centavos si se despilfarran millones”.

Un gobierno que tiene como lema “primero los pobres” debería revisar sus prioridades, aunque, a decir verdad, ya no da tiempo. Hoy hay más pobres que en 2016, según Coneval. Las políticas para combatir la pobreza se reducen al reparto de dinero en efectivo y no han tenido resultado salvo para elevar la popularidad del Presidente y crear clientelas al más viejo estilo del PRI. La suma del gasto de las tres obras emblemáticas alcanza los 770 mil millones. A este monto ascendieron los caprichos del Ejecutivo Federal. El Seguro Popular costaba, al año, 68 mil millones de pesos (2018) y atendía a 53.5 millones de usuarios. El costo de estas tres obras hubiera podido pagar más de 10 años de esta política pública. ¿Cómo habría votado el pueblo en una consulta sobre el destino de esos recursos?

Esta columna entra en receso dos semanas. Estaré de vuelta en este espacio el próximo 21 de septiembre.