Crítica feminista sobre la noción de la buena madre

Feminist critique about the idea of the good mother

María Laura Giallorenzi

Universidad Nacional de Rosario, Argentina

El presente artículo es parte de la investigación de Tesis de Maestría en Estudios Culturales y tiene como propósito socializar un breve recorrido sobre la crítica feminista a la institución familiar y a la noción de la buena madre en el sistema patriarcal. Revisión teórica que permite traer a la luz algunos de los debates que se dieron al interior de las teorías feministas desde finales del Siglo XVIII sobre el tópico de la maternidad.

Así, diferentes autores y autoras problematizan de manera crítica las construcciones y los efectos de los diversos discursos sociales sobre las mujeres, entre los que se destacan los discursos sobre la maternidad. Las interpretaciones feministas a las que se aluden en el presente trabajo, han definido a la noción de maternidad como una construcción discursiva apoyada en distintas disciplinas -el saber teológico y médico en un comienzo, y luego la demografía, la psicología, entre otros- y en instituciones disciplinarias que han ido modificándose a lo largo de la historia estableciendo así, para cada periodo histórico, lo que se considera una buena o mala madre en función de lo que se estime negativo o positivo para cada época. En este sentido, se recorren las principales críticas teóricas feministas que pusieron bajo la lupa los aspectos históricos y filosóficos que contribuyeron a configurar el modo hegemónico de producir maternidad y se revisan los discursos sociales y políticos que coadyuvaron para la consolidación contemporánea de la institución familiar.

Palabras clave:
Teorías feministas, Maternidad, Familia, Patriarcal.

Una aproximación a la idea moderna de maternidad en los siglos XVIII y XIX

La crítica feminista ha contribuido a interpelar las bases del sistema social y los discursos sobre la maternidad y la familia, desempeñando un papel clave en la desnaturalización de las estructuras de dominación, en el destino biológico de las mujeres en tanto madres, y en la división de roles y funciones según el ordenamiento sexo-genérico del sistema patriarcal. Pero la importancia de estas teorías no termina allí, sino que han servido como fuerza propulsora para diversos cuestionamientos en torno a la distribución de poder en la sociedad, contribuyendo con ello a la elaboración de estrategias políticas de transformación.

Así, diferentes autores y autoras problematizan de manera crítica las construcciones y los efectos de los diversos discursos sociales sobre las mujeres, entre los que se destacan los discursos sobre la maternidad (Badinter, 1991; De Beauvoir, 2012; Friedan, 2009; Rich, 1986, entre otras).

La noción moderna de maternidad y la carga valorativa implícita en la idea de buena madre comienza a fraguarse en el último tercio del siglo XVIII. Según Badinter (1991), es a partir de 1760 que se produce la revolución conceptual de la maternidad, asociándola a ciertas imágenes y funciones que se incorporan a las mentalidades y conductas de la época. Esto coincide con la emergencia y el desarrollo del capitalismo, y con la transformación de la familia como unidad económica y social encargada de ocuparse de la supervivencia de los niños. Lo mencionado, demuestra la estrecha relación existente entre el discurso económico de la época -apoyado en la creación de una nueva ciencia como la demografía- con fundamentos de orden social y cultural dirigidos a las familias y a las mujeres en particular (Badinter, 1991; Darré, 2013).

En este contexto de cambios, los discursos de la época encarnados en instituciones disciplinares, “le crean a la mujer la obligación de ser ante todo madre, y engendran un mito que doscientos años más tarde seguirá más vivo que nunca: el mito del instinto maternal, del amor espontáneo de toda madre hacia su hijo” (Badinter, 1991, p. 79).

De esta manera, comienza a fortalecerse una asociación inédita hasta el momento entre los términos amor y maternidad, que implica no sólo la promoción social de este sentimiento humano sino también la inseparable unión del mismo a la mujer en tanto madre. “La novedad respecto de los dos siglos anteriores reside en la exaltación del amor maternal como valor simultáneamente natural y social, favorable a la especie y a la sociedad” (Badinter, 1991, p. 79).

Así, las trasformaciones destinadas a “preparar a una mujer para este rol y convencerla de que tener hijos y marido es lo mejor que puede esperar de la vida” (Federici, 2013, p. 37), fueron promovidas principalmente por el capitalismo a partir de la institucionalización de diversas disciplinas -el saber teológico y médico en un comienzo, y luego la demografía, la psicología, entre otros- encargadas de justificar y regular el orden poblacional que el nuevo modelo económico requería. En este marco, la configuración de una estructura familiar, tal como la conocemos en el presente, se convirtió en garante de producir la mano de obra continua que el sistema necesitaba para su consolidación.

Pero no todas las mujeres en todas las regiones se vieron afectadas por las mismas condiciones; y la evolución de las costumbres y prácticas ligadas a la crianza fue más lenta de lo que se esperaba. Ciertamente, la nueva figura de madre se fue propagando más rápidamente en las clases trabajadoras y los sectores medios urbanos, así como en la burguesía acomodada de los países industriales desde fines del siglo XVIII. Como se expresa en la siguiente cita:

Las mujeres más cumplidas en su condición de madres aceptaron gozosamente cargar con ese peso temible. Para ellas la empresa valía la pena. Pero las demás, más numerosas de lo que cabría creer, no pudieron tomar distancia respecto del nuevo papel que se las obligaba a desempeñar sino a costa de angustia y de sentimiento de culpa. La razón es simple: quienes definieron la ‘naturaleza femenina’ tuvieron cuidado de hacerlo de manera tal que implicara todas las características de la buena madre (Badinter, 1991, p. 131).

Dentro de estas redefiniciones y a principios del siglo XIX, la psiquiatría también comienza a abordar la infancia como objeto de estudio e intervención, lo cual da paso a lo largo de todo ese mismo siglo, a tres grandes fenómenos: la configuración del niño y la niña como blanco de la intervención psiquiátrica (psiquiatrización de la infancia); la difusión del poder psiquiátrico fuera de los muros del asilo de alienados (despsiquiatrización o nacimiento de la función psi); y el surgimiento del psicoanálisis como una de las corrientes de intervención psi (Foucault, 2008).

Al devenir en objeto de la intervención psiquiátrica, toda una serie de disciplinas hasta ese momento impensadas comienzan a desplegarse en torno a esta nueva figura de interés: la psicología, la psicoterapia, criminología, el psicoanálisis, la ortofonía (hoy incluida en la fonoaudiología), etcétera, las cuales elaboran procedimientos analíticos y prescriptivos con el fin de ordenar cómo debe llevarse adelante la crianza de los niños y las niñas, incidiendo por lo tanto, también en la maternidad y la paternidad. Estos nuevos saberes que constituyen la función psi, se extienden entonces a otros ámbitos institucionales (escuela, taller, ejército, prisión, entre otros), ampliando su incidencia más allá del ámbito familiar con el fin de lograr un desarrollo reticular en el conjunto social.

Esto significa que desempeñó el papel de disciplina para todos los indisciplinables. Cada vez que un individuo era incapaz de seguir la disciplina escolar, del taller, la del ejército o, en última instancia, la de la prisión, intervenía la función psi (Foucault, 2008, p. 111).

De esta manera, durante el transcurso del siglo XIX, los efectos de la psiquiatría no son ya exclusivamente logrados en el interior de los muros de los asilos de alienados, sino que por el contrario, sus efectos salen de dicho espacio institucional y se despliegan en lo social, materializándose en toda una serie de disciplinas que alcanzan a todos los individuos en su cotidianeidad misma.

Como se señaló más arriba, es en este contexto histórico que junto con el desarrollo de la psiquiatrización de la infancia, y por ende, de la familia, surge el Psicoanálisis para aportar su mirada sobre éstos y otros aspectos de la vida humana1. Esta nueva corriente se intenta diferenciar de la psiquiatría por el hecho de no basarse en la anatomopatología para explicar los fenómenos de la vida humana y por extraer de la experiencia clínica saberes sobre aspectos subjetivos que no se consideraban anomalías (en el sentido dado a la enfermedad mental en el saber psiquiátrico).

Proclama una teoría sobre el psiquismo apuntalada en el denominado aparato psíquico, el cual se constituye exclusivamente en base a los vínculos primarios, es decir, familiares (con la madre, el padre, los hermanos y los abuelos), con una determinante presencia de factores sexuales, ya que para el psicoanálisis, el psiquismo se construye conjuntamente con la sexualidad del individuo. Sobre este aspecto, se acentúa la diferencia entre la constitución del psiquismo de los niños y de las niñas. En este sentido, Freud sostiene que “la diferencia anatómica entre los sexos no puede menos que imprimirse en consecuencias psíquicas” (1997, p. 115).

Su desarrollo teórico cuenta con una clara presencia de términos y conceptos androcéntricos, tales como envidia del pene (de la niña hacia el niño), deseo de pene (por parte de la niña), falo (que representa el ideal de completud), etapa fálica (producida alrededor de los cuatro años tanto en el niño como en la niña, con primacía de la zona erógena del pene y del clítoris, casi siempre acompañada de comportamientos masturbatorios), castración (operación psíquica que produce la salida del complejo de Edipo en el niño y el ingreso a dicho complejo en la niña), etcétera.

Un aspecto a destacar de la teoría psicoanalítica freudiana es su postulado respecto del proceso de construcción de la sexualidad. Sostiene este autor que tanto el psiquismo como la sexualidad se constituyen a lo largo de la infancia mediante un proceso que culmina en la pubertad, tanto en lo que concierne a la masculinidad como a la feminidad. Esto implica que, en algunos casos, puede darse exitosamente, mientras que en otros, puede presentar toda una serie de obstáculos o puntos de detenimiento.

Sin embargo, a pesar de este postulado, Freud vuelve a ligar ya en la adultez la feminidad con el destino de la maternidad: “la situación femenina sólo se establece cuando el deseo de pene se sustituye por el deseo de hijo (…), la más intensa meta de deseo femenina”. Y agrega a su vez, que este destino ya se encontraba presente en la infancia de la niña: “no se nos escapa que la niña había deseado un niño ya antes, en la etapa fálica no perturbada; ese era sin duda, el sentido de su juego con muñecas” (Freud, 1997, p. 119). Freud agrega, por último, que en la mujer la felicidad llega con la maternidad; es decir, cuando en la realidad se cumple ese deseo de hijo surgido en la etapa infantil de la vida, “y muy especialmente cuando el hijo es un varoncito, que trae consigo el pene anhelado” (Freud, 1997, p. 119).

Más tarde, especialmente con los aportes de Klein (1987), la teoría psicoanalítica contribuirá a reforzar estas ideas en torno a la madre como el personaje central de la familia, definiendo una madre buena o mala en función tanto de la infancia que haya vivido como de su evolución psicológica y sexual.

En este sentido, resulta interesante retomar la crítica que realiza Badinter (1991) del discurso psicoanalítico sobre la mala madre:

La mala madre ya no es responsable personalmente, en el sentido moral del término, puesto que puede pesar sobre ella una suerte de maldición psicopatológica. Se trata más bien de una madre ‘no apta’ para asumir su papel, una especie de ‘enferma’ hereditaria, aun cuando los genes tengan un poco que ver en este asunto (…).Así que el psicoanálisis no sólo ha acrecentado la importancia otorgada a la madre, sino que además ha ‘medicalizado’ el problema de la mala madre, sin lograr anular las declaraciones moralizantes del siglo anterior (p. 165) (las comillas son de la autora).

Discusiones contemporáneas sobre la maternidad al interior los feminismos

Este proceso de maternalización de las mujeres también ha sido fuertemente revisado por Simone de Beauvoir (2012) en su clásico y consagratorio libro El segundo Sexo publicado ya en el año 1949, donde reflexionó sobre la configuración histórico-social de la maternidad como destino volitivo, ineludible para todas las mujeres:

En virtud de la maternidad es como la mujer cumple íntegramente su destino fisiológico; ésa es su vocación “natural”, puesto que todo el organismo está orientado hacia la perpetuación de la especie. Pero ya se ha dicho que la sociedad humana no está jamás abandonada a la Naturaleza. Y, en particular, desde hace aproximadamente un siglo, la función reproductora ya no está determinada por el solo azar biológico, sino que está controlada por la voluntad (p. 464) (las comillas son de la autora).

De su famosa obra se ha dicho que, hasta ese momento, nadie había expuesto de manera tan profunda y sencilla la idea de que “no se nace mujer, se llega a serlo” (De Beauvoir, 2012, p. 207). Con esta frase, De Beauvoir separa la naturaleza biológica de la cultura y da lugar al desarrollo posterior de la categoría de género como construcción social. Pero fundamentalmente, lo que la filósofa va a denunciar es el reinado de la domesticidad obligatoria de las mujeres en sus roles de buenas esposas y buenas madres (Varela, 2005).

Para esta autora, desde la infancia las hembras humanas son condicionadas por discursos que refuerzan la idea de estar hechas para engendrar, apelando a los sentimientos conmovedores producidos en y por la maternidad. También se le advierte sobre los inconvenientes de las condiciones propias de su sexualidad -menstruación, dolores, enfermedades, entre otras- y sobre el tedio de las tareas domésticas. Pero todo ello “queda justificado por ese maravilloso privilegio que ostenta traer hijos al mundo” (De Beauvoir, 2012, p. 473).

Más tarde, la crítica feminista, radicalizada en los años 60 en Estados Unidos y Europa con diferencias y matices, se ha considerado heredera del libro que convirtió en feminista a la propia Simone de Beauvoir (Varela, 2005)2.

El segundo sexo cala con profundidad en una nueva generación de mujeres que luego de la Segunda Guerra Mundial, ya habían conseguido el acceso al voto y ciertos avances en los derechos educativos. Entre estas mujeres, se destacan figuras como Betty Friedan quien, en 1963, publica su célebre ensayo La mística de la femineidad, donde desarrolla una minuciosa caracterización de un malestar generalizado, un problema sin nombre. Se refiere al padecimiento que abarcaba a miles de mujeres que, como ella, sentían una profunda insatisfacción consigo mismas y con la vida en el contexto del desarrollo del Estado de Bienestar y la sociedad de consumo posbélica. Así lo explicará luego en su autobiografía:

Lo que de verdad quería, era ser una ama de casa feliz y realizada, afincada en un barrio residencial y muy pronto madre de tres hijos. Pero recuerdo que un domingo que salimos de excursión con la familia y luego, otra vez, en el aparcamiento de un supermercado, sentí un ataque de pánico repentino, inexplicable, aterrador. Aquello era peor que el asma (Friedan, 2003, p. 103).

Friedan profundizó los postulados de De Beauvoir revisando sus propias sensaciones, y las de las mujeres que la rodeaban. Pudo advertir que aquellas que valoraban más su educación, que se mostraban alegres y positivas con respecto a su vida eran las que no encajaban exactamente con el rol de “esposa, madre, ama de casa, entregada a su marido, a sus hijos, al hogar, mientras que las que manifestaban dedicarse exclusivamente a esos roles estaban deprimidas (medicadas) o totalmente frustradas” (p. 137)3.

Para la autora, el problema que impedía que las mujeres estadounidenses “se adaptaran a su rol como mujeres” era precisamente esa obtusa definición del rol (Friedan, 2009, p. 133). Su libro, que también se convirtió en un clásico del feminismo en los primeros años de la década de 1960, será criticado por otras representantes del movimiento que comenzaban a politizar más radicalmente sus posturas y definiciones al calor de las luchas sociales que se gestaban en la misma década. Las principales críticas a Friedan sostenían que ésta se centraba sólo en la realidad de las mujeres de la clase media en Estados Unidos y no daba una teoría explicativa del patriarcado como sistema de legitimación del orden social y sustentador de los privilegios masculinos (Varela, 2005).

Finalmente, los feminismos posteriores le cuestionaran tanto a Friedan como al feminismo liberal y reformista que ésta representaba, la inconsistencia de definir la situación de la mujer como desigualdad y no como opresión o explotación (De Miguel, 2000). No obstante, esta mirada facilitó que se impulsaran reformas tendientes a incluir a las mujeres en la esfera pública y en el mercado laboral. Sin dudas, las propuestas del feminismo liberal han sido las más metabolizadas por los sistemas estatales y esta tendencia reformista se ha extendido con cierto éxito hasta la actualidad4.

Sin embargo, en los años 70, los principios feministas liberales mostrarían rápidamente sus límites y muchas de las hijas del segundo sexo se acercarán a posturas políticas más radicales con una fuerte raíz socialista (Varela, 2005). Como señala Eisenstein (1981), junto con la conformación de la Nueva Izquierda, el movimiento feminista planteará nuevos temas de debate, nuevos valores sociales y una nueva forma de autopercepción de las mujeres. Así lo recuerda De Miguel (2000):

Fueron años de intensa agitación política. Las contradicciones de un sistema que tiene su legitimación en la universalidad de sus principios pero que en realidad es sexista, racista, clasista e imperialista, motivaron la formación de la llamada Nueva Izquierda y diversos movimientos sociales radicales como el movimiento antirracista, el estudiantil, el pacifista y, claro está, el feminista. La característica distintiva de todos ellos fue su marcado carácter contracultural: no estaban interesados en la política reformista de los grandes partidos, sino en forjar nuevas formas de vida (…) y, cómo no, al hombre [y a la mujer] nuevo[s] (p. 16).

La fortaleza de la reflexión teórica para la acción feminista en los años 70 se asentó en el lema lo personal es político, llamando la atención sobre la opresión de las mujeres en el ámbito privado como condición para el desarrollo de todo el sistema de subordinación y desigualdad social. A partir de ahí el concepto de patriarcado se tornaría central. Este feminismo más indómito procurará eliminar el entramado político-social, científico, ontológico y epistemológico del sistema patriarcal, porque ese entramado supone la dominación de la perspectiva masculina sobre la femenina (Suárez Llanos, 2002) y la reproducción de las formas de opresión de la mujer entre las cuales se destacan las que se dan en el seno de la familia.

En este contexto, muchas mujeres que formaban parte de los movimientos revolucionarios que surgieron en esos años, también embisten contra las formas de reproducción del sistema patriarcal en el seno de sus propias organizaciones de izquierda y deciden organizarse autónomamente (Beltran & Maqueira, 2005). Así, sus primeras definiciones políticas pasaron por identificar la especificidad de sus reivindicaciones, abonando a la separación orgánica de los varones y a la constitución del Movimiento de Liberación de la Mujer. En el plano teórico se pueden mencionar dos obras fundamentales publicadas por autoras norteamericanas en la década de 1970: Política Sexual, de Kate Millet y La dialéctica del sexo, de Sulamith Firestone, en las que se desarrollaron los conceptos fundamentales para el análisis feminista posterior: patriarcado, género y casta sexual.

También se destacan dos estrategias del movimiento feminista radical en tanto programa político liberador para el conjunto de las mujeres: por un lado, la organización de grupos de autoconciencia (o de concienciación), con la idea de reflexionar desde la experiencia personal y revalorizar las trayectorias y los saberes propios de las mujeres; y, por otro lado, las prácticas colectivas de las feministas radicales se basaron en la defensa del igualitarismo y el rechazo a todas las jerarquías, incluso entre las propias mujeres5.

Estas mujeres organizadas no escatimaron esfuerzos en producir teoría feminista, al mismo tiempo que participaban activamente de movimientos políticos emancipadores. De esa dialéctica teoría-práctica se desprende la idea de que a las feministas radicales “les corresponde el mérito de haber revolucionado la teoría política al analizar las relaciones de poder que estructuran la familia y la sexualidad” (De Miguel, 2000, p. 17).

En efecto, estas teóricas y activistas definieron que las esferas de la vida, hasta entonces consideradas privadas, constituían centros de dominación patriarcal que permeaban toda la sociedad, y “defendieron que todos los varones reciben beneficios económicos, sexuales y psicológicos de tal sistema de dominación” (De Miguel, 2000, p. 19).

Del mismo modo, se profundizó en la lucha por refutar la idea de que la diferencia sexual obedece a una cuestión meramente biológica, poniendo el énfasis de este argumento en el papel de la cultura como elemento clave en la producción y reproducción de significantes. En este sentido se dirá que: “si la desigualdad biológica es un hecho, el patriarcado es una realidad histórica que puede cambiar” (Balaguer, 2005, p. 41, según cita De Las Heras Aguilera, 2008, p. 64).

Ciertamente, el activismo feminista de la década del 70 fue acompañado por una profusa literatura emergente que seguirá evolucionando en las décadas siguientes para iluminar tópicos menospreciados en las disciplinas científicas humanas y sociales, tales como: los roles de género, la organización familiar, las tareas domésticas, la relación entre sexualidad y poder, el cuerpo y el placer, entre otros. En este contexto, las teóricas feministas no se preocuparon solamente por distinguir conceptualmente sexo, género, sexualidad, etcétera, sino que también se ocuparon de las implicancias ideológicas, políticas y epistemológicas de tales definiciones (Dorlin, 2009).

Esto creó una atmósfera propicia al re-encendido del debate sobre la maternidad y la familia. La interpelación al determinismo de la matricentricidad, está presente en obras como la de Adrienne Rich (1986) que propone distinguir aspectos de la maternidad en tanto institución o experiencia, en su célebre obra Nacemos de mujer. Allí, la autora plantea que la maternidad se sustenta mediante la superposición de dos sentidos: “la maternidad como la relación potencial de cualquier mujer con su capacidad de reproducción y con los hijos; y la institución cuyo objetivo es asegurar que este potencial -y todas las mujeres- permanezcan bajo el control masculino” (p. 47).

Para ello, retoma la discusión realizada por sus antecesoras6 sobre la falacia del instinto maternal que podemos encontrar en la siguiente cita: “la maternidad institucionalizada exige de las mujeres ‘instinto’ maternal en vez de inteligencia, generosidad en lugar de autorealización, y atención a las necesidades ajenas en lugar a las propias” (p. 85) (las comillas son de la autora). De esta manera, Rich advierte sobre las formas ocultas de socialización y las presiones que abiertamente empujan a las mujeres hacia el matrimonio y el amor heterosexual donde “la maternidad institucionalizada revive y renueva todas las demás instituciones” (1986, p. 89).

Más tarde, sobre los sentimientos amorosos ligados a la maternidad, Rich (1996) no se ahorrará críticas al sistema heterosexual en tanto institución política y a quienes, incluso con pretensiones reflexivas, no logran interpelar la profundidad de su calado en las propias experiencias personales:

Si las mujeres somos la primera fuente de atención emocional y cuidados físicos tanto para las niñas como para los niños, parecería lógico, al menos desde una perspectiva feminista, plantear que: si la búsqueda de amor y de ternura en ambos sexos no llevará originalmente hacia las mujeres; por qué iban las mujeres a modificar la dirección de esa búsqueda; por qué la supervivencia de la especie, el medio de fecundación, y las relaciones emocionales/eróticas tendrían que llegar a identificarse entre sí tan rígidamente; y por qué serían consideradas necesarias ataduras tan violentas para imponer la lealtad emocional y erótica y el servilismo plenos de las mujeres hacia los hombres. Dudo que suficientes especialistas y teóricas feministas se hayan tomado la molestia de identificar las fuerzas sociales que arrebatan las energías emocionales y eróticas de las mujeres de ellas y de otras mujeres y de valores identificados con mujeres. Esas fuerzas, como intentaré mostrar, van de la esclavitud física literal a la tergiversación y distorsión de las opciones posibles (Rich, 1996, pp. 23-24) (las cursivas son de la autora).

Si bien el conjunto de la obra de Rich (teórica y poética) ha tenido una gran relevancia para el pensamiento y el activismo feminista y lésbico tanto en Estados Unidos como en otras partes del mundo, los aportes seleccionados -para estas páginas- sobre la maternidad como institución y experiencia vital permiten desarrollar aspectos relativos al problema de la conciliación entre las esferas de la vida que afectan al conjunto de las mujeres y que, condicionan lo que se considera una buena madre.

Conclusión

En este escrito, se ha procurado presentar algunas líneas interpretativas sobre el tópico de la maternidad y su relación con la institución familiar revisando la producción teórica y centrando el recorrido en las principales críticas que se consideran más relevantes, emanadas de las corrientes del pensamiento feminista que, como se ha intentado exponer, se articulan, en gran medida, con las luchas políticas y procesos históricos que dieron lugar a sus reflexiones, debates y reivindicaciones.

A partir de este recorrido se visibilizó como se ha ido construyendo la idea de la buena madre, idea que conlleva inherentemente a definir aquellas prácticas y pensamientos que serán constitutivos a una mala madre. Asimismo, otro de los motivos que sustentó este recorrido fue plasmar que el acto de definir lo que se considera buena o mala madre está ligado a intereses de normalización que obedecen a coyunturas determinadas de cada período histórico.

Por último, y a partir de lo expuesto, se puede inferir que sin estos antecedentes y la configuración de un escenario inacabado y en permanente evolución cargado con las reflexiones teóricas y las experiencias prácticas de las feministas, sería mucho más difícil poder reflexionar acerca de los modos de ejercer la maternidad y la familia en la actualidad y con ello visibilizando cuáles prácticas y discursos están en el terreno de la buena madre y cuáles en el contrario.

Fuente : Revista Reflexiones, vol. 96, núm. 1, pp. 87-95, 2017

Universidad de Costa Rica, Facultad de Ciencias Sociales

Referencias

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Darré, Silvana (2013). Maternidad y tecnologías de género. Buenos Aires: Katz.

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De Miguel, Ana (2000). Los feminismos. En C. Amorós (Dir.). Diez palabras clave sobre la mujer (pp. 217-256). Pamplona: Verbo Divino. Recuperado de http://acoca2.blogs.uv.es/files/2013/12/Los-feminismos.pdf

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Friedan, Betty (2003). Mi vida hasta ahora. Madrid: Cátedra.

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Laudano, Claudia (septiembre, 2013). Shulamith Firestone: Una propuesta pionera acerca del potencial liberador de la tecnología en la vida de las mujeres. Trabajo presentado en las III Jornadas del Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, La Plata. Recuperado de: http://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/trab_eventos/ev.3435/ev.3435.pdf

López Pardina, Teresa (1999). Simone de Beauvoir (1908-1986). Madrid: Ediciones del Orto.

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Varela, Nuria (2005). Feminismo para principiantes. Barcelona: Ediciones B.

Klein, Melanie (1987). El Psicoanálisis de niños, Tomo 2. En Obras Completas. Buenos Aires: Paidos.

Notas

1 Se trata de una de las más extendidas e influyentes vertientes de la Psicología, formalizada como teoría, como práctica y como método de investigación por el médico neurólogo vienés Sigmund Freud, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
Notas

2 Para Celia Amorós, buena parte del feminismo de la segunda mitad del siglo XX, o todo, puede ser considerado comentarios o notas al pie de página de El segundo sexo y para Teresa López Pardina, “este famoso ensayo marca un hito en la historia de la teoría feminista, no sólo porque vuelve a poner en pie al feminismo después de la Segunda Guerra Mundial, sino porque es el estudio más completo de cuantos se han escrito sobre la condición de la mujer” (López Pardina, 1999, p. 18).
Notas

3 Su particular experiencia de vida y su formación en Psicología Social la llevaron a descifrar el rol opresivo y asfixiante del modelo ama-de-casa-madre-de-familia que se imponía como obligatorio a las mujeres de medio mundo, generando malestar y descontento femenino. Frente a esta situación se preguntó: “¿qué hacía que la mística pareciera inevitable, absolutamente irreversible y que cada mujer pensara que estaba sola ante “el problema que no tiene nombre”, sin darse cuenta jamás que había otras mujeres a las que no les producía el menor orgasmo sacar brillo al suelo del cuarto de estar?” (Friedan, 2009, p. 137).
Notas

4 Unas de las medidas más significativas impulsada por esta corriente fueron las leyes de cupo y sus principios reformistas impregnaron la mayoría de las declaraciones universales emanadas de la época que se inicia con la declaración del 1975 como Año Internacional de la Mujer por las Naciones Unidas. Cinco años más tarde, en 1980, Copenhague fue sede de la Conferencia Mundial del Decenio de las Naciones Unidas para la Mujer, celebrada bajo el lema de Igualdad, desarrollo y paz, y centrada en los temas de salud, educación y empleo (De Miguel, 2000).
Notas

5 Los grupos de autoconciencia, que se organizaron como grupos no mixtos, dieron lugar a las experiencias salvajes y consistieron en despsicologizar y desindividualizar la vivencia de las mujeres, para reconocer en cada una de esas vivencias individuales las múltiples expresiones de una condición social e histórica común. Desde los años 70, esos grupos de conciencia fueron determinantes para definir, identificar y luchar contra las múltiples formas de violencia contra las mujeres, hasta entonces inexplicables o invisibles y, en cierto modo, legitimadas por la distinción filosófica y efectivamente legal, entre esfera pública y esfera privada. Se destaca su capacidad de impugnar el saber dominante, más específicamente, el ginecológico y el sexológico que toman por objeto a las mujeres y objetivan sus cuerpos, sus palabras y sus experiencias (Dorlin, 2009).
Notas

6 Una de las referencias ineludibles para la autora es la propuesta integral de Firestone (1976) elaborada en La dialéctica del sexo, que amplía la definición de materialismo histórico de Engels, colocando la división biológica de los sexos con fines reproductivos como origen de la división misma de clases y define desde allí la perspectiva materialista de la dialéctica sexual, la cual organiza las relaciones entre las clases sexuales. Para Firestone, en la perspectiva dicotómica de los componentes `varón’-`mujer’, el ‘trabajo reproductivo’ ocupa un lugar nodal, por ser la reproducción biológica y las funciones derivadas de ella, el eje sobre el que descansa la opresión de las mujeres que garantiza el ‘trabajo productivo’ (Laudano, 2013, p. 3).