Daño irreversible .

/ Ana Laura Magaloni Kerpel /

En la Selva Maya, entre Playa del Carmen y Tulum, existe un trayecto de cuevas y manantiales subterráneos que le sirven de bebedero de agua fresca a la amplísima gama de creaturas que habitan dicha selva. Fue muy emocionante ver sobre la arena dibujada la huella de un jaguar. Por primera vez en mi vida sentí que yo y ese ser casi mítico pisábamos el mismo territorio. Este sistema de cuevas tiene (tenía) una extensión de 50 kilómetros. Con casco, linterna y un buen guía se pueden (o se podían) recorrer caminando. Esas cuevas son tan singulares y extraordinarias como lo es el mural de Diego Rivera en Palacio Nacional. ¿Cuántos países en el mundo tendrán algo similar? Es paradójico que una región con activos naturales de ese calibre sea, a la vez, una de las más pobres y marginadas del país. Contrasta la riqueza natural con la pobreza de la gente. ¿Qué tendríamos que hacer para que el valor de lo primero generara beneficios a los segundos? Sin duda: no más Xcarets, por favor.

Hace algunas semanas, tuve la fortuna de recorrer un largo trayecto de la Selva Maya con un grupo de personas cuya característica común es que miran con asombro y se conmueven ante ese espectáculo de vida silvestre. Aprendí de sapos, serpientes, agua, arañas, árboles con veneno, changos y, sobre todo, aprendí de murciélagos. Estas creaturas con caritas de seres de otro planeta son los principales polinizadores de la selva. Gracias a ellos, las flores, las plantas y los árboles se reproducen año con año en las más de 700 mil hectáreas de la Reserva de la Biosfera de Calakmul.

El principal hogar de los murciélagos de esa zona es una gran cueva en donde habitan más de 3 millones de ellos de distintas especies. Los murciélagos tienen la costumbre de salir de la cueva cuando está por meterse el sol. Poco a poco, a esa hora, comienza una danza sincronizada de pequeñas creaturas voladoras, cuyo sonido no lo escuchan nuestros oídos y, por lo tanto, sólo se escucha el aleteo de millones de alas que se mueven rápidamente. Salen por un hoyo del fondo de la tierra y se van elevando uno tras otro en círculos concéntricos cada vez más grandes hasta desaparecer de nuestra vista. Todas las noches esos murciélagos ingieren aproximadamente 3 toneladas de insectos y, a la vez, diseminan el polen y las semillas que se pegan a su cuerpo y a sus alas mientras comen.

¿En dónde más en el mundo se puede observar un espectáculo de esta belleza? La cueva de murciélagos es la más grande que existe desde el Río Grande hasta la Patagonia. ¿Cómo le tendríamos que hacer para que los ejidatarios dueños de esa cueva puedan seguir conservándola y, al mismo tiempo, beneficiarse económicamente por hacerlo? La respuesta por el momento es contundente: no destruyendo la cueva. Ese es el mayor activo de ese grupo de familias. También es nuestro patrimonio natural como país.

En vez de hablar de la Seguridad Nacional como posible mecanismo para evadir las restricciones normativas, deberíamos debatir cómo generar un modelo de desarrollo económico en donde los activos naturales de la zona y las personas que los preservan estén en el centro de la ecuación. El Tren Maya podría haber sido el detonante de esta conversación urgente. Sin embargo, se cruzó un gran obstáculo: la prisa por terminarlo. Si lo que la Sedena va a garantizarle al Presidente es la fecha de inauguración del tren, lo más probable es que la cueva de murciélagos desaparezca para siempre y que el sistema de cuevas de 50 kilómetros se fracture por la mitad. Estos son daños irreversibles. En este momento de la historia de la humanidad es urgente la preservación de la diversidad biológica y los servicios de los ecosistemas. De ello depende y dependerá cada vez más la viabilidad de la vida en el planeta tal y como la conocemos.

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