Daños colaterales

Ana Laura Magaloni Kerpel.

En términos mediáticos y electorales la estrategia es impecable: armar la primera temporada del caso Lozoya con entregas semanales que, capítulo a capítulo, nos recuerden a todos de qué calibre fueron los excesos del pasado. En esas entregas semanales, el miércoles 19 de agosto nos tocó ver el capítulo de “la filtración”. En esa ocasión tuvimos acceso a la denuncia de Lozoya vía redes sociales. Un hecho audaz o inclusive temerario en la trama de la serie. Sin duda, la denuncia es un texto importante, lleno de viñetas y escenas cortas que narran historias de escándalos de dinero de altos funcionarios de la administración peñista y destacados militantes del PAN. Son las historias de Lozoya; no las historias judiciales. Es decir, son declaraciones, no son sentencias. Ahora estamos en el capítulo de la consulta popular y ver si se debe o no juzgar a los expresidentes. Tengo que reconocer que la serie Lozoya sí es un buen distractor para no mirar las dolorosísimas realidades cotidianas de la pandemia y sus efectos sociales. Aunque, en realidad, todo forma parte de este mismo momento complejo, desafiante e incierto que estamos viviendo.

Me preocupan al menos dos daños colaterales de la serie Lozoya. En primer término, hacer de la justicia un espectáculo que a quien más lastima es a la propia justicia. Y ello nos hace sentir a todos más vulnerables ante la incertidumbre jurídica propia de la nueva normalidad. Un elemento clave de la justicia es que, por definición, está separada de la política. En casos de alto impacto nunca lo hemos logrado por completo en México. Los vasos comunicantes entre política y justicia forman parte sustantiva de la manera como en México se ha marcado la verticalidad del poder. Sin embargo, lo que cuenta en este tipo de casos es observar cuán abiertos y visibles son esos vasos comunicantes. En el caso Lozoya son muy llamativos. AMLO está desafiando el pacto de impunidad que le dio una forma de gobernabilidad al país por casi un siglo. Ese pacto establecía que si te disciplinabas ante las cabezas del poder, no había consecuencias jurídicas para tus faltas. La serie Lozoya habla de que la disciplina política en este momento ya no compra impunidad. Recordemos que, cuando recién tomó protesta López Obrador, dijo que no iba a perseguir a los corruptos. Ya cambió de opinión. La forma en que ha orquestado el espectáculo Lozoya nos habla del enorme poder que hoy detenta el Presidente. Nos queda claro cuán débiles se ven los fiscales y los jueces frente a él. Ello es tremendamente amenazante y paralizante en una sociedad polarizada y que ha vivido por décadas con una laxa legalidad.

Ello me lleva al segundo daño colateral de la serie Lozoya: que, de aquí en adelante, si lo que desata es visibilizar el lodazal de la clase política mexicana, se corre el riesgo de perder aún más gobernabilidad. También se corre el riesgo de que el caso Lozoya agudice la polarización ya existente. Es innegable que la serie Lozoya está tensando la liga en un escenario social en donde ya de por sí estaba todo muy tenso. Tengo temor de que la liga se rompa y que con ello la ingobernabilidad se apropie de otro pedazo más del territorio. Dicho de otra manera: el Presidente está jugando con fuego y ojalá no se le salga de control. No debería nunca subestimar la mezcla explosiva que pueden formar la contracción económica y el enojo social con una clase política sin legitimidad.

Nadie puede subestimar el efecto en los electores de la serie Lozoya. Es posible que el Presidente logre su objetivo de derrotar a la oposición antes siquiera de que empiece el proceso electoral. Sin embargo, los efectos colaterales que puede tener el espectáculo Lozoya no son menores. El riesgo mayor, por mucho, es que este juego se salga de control.

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