El Ágora
/ Octavio Campos Ortiz /
El proyecto político de la 4T nos lleva de una democracia simulada a un régimen totalitario y autócrata, antítesis de un gobierno popular, participativo y de libertades. La dictadura perfecta denunciada por Mario Vargas Llosa para describir a las administraciones priistas que manejaron a este país por casi una centuria palidece ante la envestida del inquilino de Palacio Nacional en contra del Estado de Derecho, las instituciones democráticas y los contrapesos del poder. Peor que nunca tenemos un presidencialismo supraconstitucional, omnipresente, omnipotente y omnímodo que raya en la dictadura.
Los estudios internacionales que miden los estándares democráticos de los gobiernos en el mundo nos colocan como un sistema hibrido, es decir, tenemos un Estado de Derecho débil, una sociedad polarizada, fuerte presencia militar y un pluripartidismo simulado por la prepotencia de un partido único. Otra característica de la hibridación es la descalificación y ataques a los periodistas y a la clase media.
En cinco años la estrategia política de la 4T, aunada a la pandemia y el confinamiento, lograron el retroceso de la democracia y el fortalecimiento de un liderazgo mesiánico. Para alcanzar la implementación de un populismo bonapartista, la narrativa oficial utilizó la falsa reivindicación de los pobres, la satanización de los anteriores regímenes como responsables perennes de las tragedias nacionales, la polarización o divisionismo social mediante la visión maniquea de la realidad, el desconocimiento de las calificaciones internacionales y el desuso de los estándares de desarrollo, la administración de la pobreza y el manejo clientelar de los programas asistencialistas, la negación del neoliberalismo y la implementación de una doctrina socialista que encubre un anacrónico populismo.
El problema del actual régimen híbrido es que nos aproxima fatalmente al totalitarismo, etapa en la que el Estado ejerce sobre la sociedad un poder total, donde las libertades están limitadas o condicionadas. En este tipo de gobiernos -y hay evidentes muestras de que ya experimentamos esas características-, se cuenta con un sistema político pluripartidista limitado, donde el instituto predominante -Morena-, no representa ninguna ideología y solo manifiesta una mentalidad particular y corrientes de movilización política. Es indiscutible que como en todo totalitarismo, hay la presencia de un poder hegemónico, personalizado e individualizado en un líder carismático que ejerce su autoridad absoluta de manera monopólica y sin autonomía de mandos medios; en este caso, el gran tlatoani tiene en su gabinete puros floreros, gente sin experiencia, pero con 90 por ciento de lealtad que raya en la sumisión y que no asume ninguna responsabilidad ni contraviene orden superior. Morena representa el papel de partido único o de gobierno, como lo fue el PRI, pero el movimiento lópezobradorista no cuenta con la estructura territorial ni sectorial del tricolor, por lo que todas las decisiones son unilaterales y verticales. Por ello hay la pretensión de control absoluto de todas las actividades políticas y sociales. También hay un prevalencia policiaca -la Guardia Nacional y la manipulación y subordinación de las estructuras de procuración de justicia-, y de represión velada de toda oposición y de cualquier grado de libertad de prensa y de comunicación.
La tentación es muy grande y real de convertir el presidencialismo en un régimen autocrático, donde se sepulte la verdadera democracia y la vida social se convierta en un estatismo sin contrapesos, rendición de cuentas y en eterna opacidad. La militarización de todas las actividades económicas y de seguridad, la extinción de la división de poderes, la vulnerabilidad de los organismos autónomos y el control gubernamental de las elecciones anuncian un cercano totalitarismo. Parece que el destino nos alcanzó. Tenemos una última oportunidad.