El cubo de mierda


/Alma Delia Murillo/

No pasa un día sin que te mires al espejo después de la ducha y te preguntes cómo hizo ese cuerpo tuyo para resistirlo todo, para resistir tanto. No hay día que no sepas lo difícil que sigue siendo observarlo desnudo y mirada adentro con aquella tormenta incesante que trae el afuera: que Jennifer Lopez es una diosa a sus cincuenta y dos pero que Tatiana Clouthier no debe vestir así a sus cincuenta y seis, que las atletas noruegas fueron multadas por no usar un traje ceñido, que la competencia sexual que se ha impuesto sobre el cuerpo femenino como arma de guerra exige los centímetros de la falda más larga, los del bikini más corto.

¿Es que no va a parar nunca?, por más que se repita el mensaje que asegura hemos avanzado como civilización, hay un latido sanguinario, que se agolpa y grita, exige, demanda: sean perfectas y sexuales para complacer o sean perfectas y asexuales para competir; compitan contra el tiempo, contra sus procesos metabólicos, compitan contra mujeres de todas las edades ahora que las de veinte y las de cincuenta deben verse igual, compitan profesionalmente masculinizadas en un saco y un pantalón si quieren ser aprobadas, sean serias, sean como hombres. Y compitan.

Me cuesta comprender esa sororidad raída por la que, más veces de las que quisiéramos, se cuela una comezón casi compulsiva entre mujeres por criticar el cuerpo de las otras, el vestido de las otras. ¿De verdad no podemos dejar de hacerlo?, ¿es absolutamente necesario?, ¿o qué beneficio irrenunciable nos deja? Compitan, dice el mandato, compitan.

No puedo -ni quiero- entender los criterios de quienes hacen de la crítica a la vestimenta el parámetro para tamizarlo todo; hay un tufo ahí de pretensiones aristócratas, imperialoides y clasistas profundamente arraigadas en la identidad.

Si Jennifer Lopez cumple 52 años y se ve como de 25, el mundo lo celebra, la convierte en modelo a seguir; pero hay algo que me inquieta: ¿es libertad o es otra de las tantas formas tiránicas sobre los cuerpos femeninos?, ¿cómo se entrena contra la realidad, contra el paso del tiempo?, ¿cómo evitar que ese cuerpo imposible se vuelva expectativa de mujeres que no viven para moldear sus curvas sino para educar a sus hijos, trabajar jornadas extenuantes, repartir el ingreso entre la comida, los niños o los servicios de la casa pero nunca entre el masaje antioxidante, el tratamiento reafirmante o el entrenador personal?

Sin embargo, si una mujer como Tatiana Clouthier se atreve a llevar la falda corta, entonces lo que recibe es una tormenta de mierda. Ahí estamos de nuevo, dictando los roles: si te dedicas al entretenimiento debes ser deseable, eternamente joven y erotizada; y si te dedicas a la función pública debes ser seria, elegante, adusta, “inspirar respeto”. Con dos pensadas sobre esos adjetivos queda claro lo que le estamos pidiendo a una mujer y a la otra. Que se adapten a una fórmula, a un modelo sexual y asexual como corresponde. Y que vistan en consecuencia.

Siempre tenemos una opinión sobre el atuendo de las mujeres, un puntual juicio que soltamos con tal naturalidad que espanta. Si hasta Pablo Neruda, antes de relatar él mismo en sus memorias cómo violó a la joven mujer de Sri Lanka, se toma el tiempo de acotar que iba vestida con un sari rojo y dorado de la tela más burda. Le alcanza el juicio para eso, al extraordinario poeta, pero no para controlarse y decidir no violarla.

Vístete así o no te vistas así, recuerda que la ropa es el envoltorio de un producto sexual que debe mostrarlo o esconderlo, recuerda que tu cuerpo es tuyo, pero nos pertenece para calificarlo, venderlo, criticarlo; o para abusar de él como abusó el poeta de aquella muchacha cuya función era vaciar cada mañana el cubo que contenía la mierda del mismísimo Pablo.

Pienso en las mujeres que han sido atacadas con ácido en este país: Elena Ríos, Carmen Sánchez, Ana Saldaña, veinte más. Y me quedo sin alma sabiendo que de la tormenta de mierda digital al frasco con ácido sobre el cuerpo de las mujeres puede arrojarse todo.

Lo sé, pensarán que exagero y que nada tiene que ver una cosa con la otra, pero no es así, todo es parte de una misma sinfonía siniestra, espantosa, violenta: que las mujeres no sean dueñas de su cuerpo, que no sean dueñas de su cuerpo nunca.

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