El disidente y el dictador

Isabel Turrent

Al presidente ruso Vladimir Putin, sus enriquecidos amigos y los grupos de poder que lo apoyan -la FSB, heredera de la KGB soviética, las policías y el Ejército-, les ha llevado 20 años consolidar un régimen sin fisuras aparentes.

La fachada externa es una fortaleza que abre sus puertas tan solo para exportar productos estratégicos, sobre todo gas y petróleo, y colocar la enorme fortuna que han extraído Putin y sus aliados de saquear los recursos de Rusia en bienes y cuentas en Occidente. Nada tienen que aprender de los países democráticos. En una entrevista que dio al Financial Times hace unos años Putin tuvo el descaro de celebrar la muerte anticipada del liberalismo democrático: un sistema que, afirmó, había fracasado históricamente.

Putin ha inventado sus propios mitos y leyes. El mito histórico de que Rusia lleva el imperialismo en los genes y que países enteros son parte natural de su esfera geopolítica lo llevó a invadir y dividir a Ucrania y apoderarse de Crimea en 2014. Occidente validó con unas cuantas sanciones este nuevo orden internacional sin precedentes en la posguerra, donde el país más fuerte puede ocupar buena parte del territorio de un vecino más débil.

Una Rusia sin leyes y sin contrapesos, escribió The Economist el 23 de enero, es una amenaza para el mundo, donde puede ejercer la agresión cuando le plazca, y silenciar a cualquiera que se oponga a sus designios en el interior. Su arma doméstica favorita es la represión: el despojo, la cárcel, el exilio o la muerte.

El problema de Putin tiene dos caras: al exterior sus vecinos no parecen estar de acuerdo con su mito geopolítico y el nuevo colonialismo ruso que promueve, y el panorama internacional está cambiando en su contra. Biden no es Trump. Y puertas adentro muchos rusos están hartos de la cleptocracia populista que los ha empobrecido y privado del derecho al voto libre y secreto. Prefieren una democracia sin adjetivos. Estos ciudadanos son el talón de Aquiles del régimen. Dentro de su fortaleza, el mayor temor de Putin ha sido siempre el estallido de una revuelta popular con un líder carismático. Siente, con razón, que es lo único que puede fracturar su dominio sobre los resortes del poder en Rusia.

Catherine Belton* ha hecho un cuidadoso recuento de las estrategias que ha diseñado el régimen para acallar a sus críticos. En todos los casos el desenlace ha sido igual: los opositores del régimen conceden, después de pasar años en la cárcel, perder juicios amañados, sus empresas y propiedades; se exilian o mueren asesinados.

Putin ha tratado por años de neutralizar a Alexei Navalny con la misma estrategia. Acusaciones falsas de fraude, arresto, golpes, amenazas, violencia policiaca para dispersar las manifestaciones que convoca, y finalmente, un intento de envenenamiento con un gas terriblemente tóxico llamado Novichok que no puede haber salido más que de los arsenales del gobierno. Navalny pasó meses en un hospital alemán.

Si Putin pensó que el atentado convencería a Alexei Navalny de exiliarse en Alemania -bajo la protección de Angela Merkel- se equivocó. El 17 de enero Navalny regresó a Rusia y aunque la policía lo detuvo en el aeropuerto, subió a YouTube dos días después un largo reportaje sobre lo que llamó con toda justicia “el mayor robo de la historia”: la construcción de un palacio presidencial en el Mar Negro -que ocupa una superficie 39 veces más grande que Mónaco-, con helipuerto y pista de hielo incluidos. Un golpe directo a la cleptocracia putiniana: en 24 horas recibió 20 millones de vistas.

Y el día 23 decidió demostrar la fuerza de sus seguidores al gobierno. Desafiando la represión y el frío, decenas de miles de rusos salieron a las calles en todo el país a favor de la liberación de Navalny.

El régimen puede ganar la partida a corto plazo. Puede encarcelar por años a Navalny y reprimir a sus seguidores. Pero Putin perderá el enfrentamiento personal a largo plazo. Alexei Navalny tiene lo que a él le falta: juventud, manejo de las redes, honestidad, vigor y valentía.

Además, Putin no ha entendido que Navalny no es un opositor más: tiene el carisma heredado de quienes se jugaron la vida en los tiempos soviéticos. Se parece a Solzhenitzyin y a Andréi Sájarov: es un disidente de viejo cuño. De esos que cambiaron la historia de Rusia.

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