El estado produce la violencia carcelaria

**Mujeres De Frente:-

Somos nosotras, Rossana, Gloria, Gladys, Yolanda, Jane, Angélica, quienes hemos pasado la vida entre el empobrecimiento, las calles, correccionales y prisiones. Nosotras, las que hemos sostenido la vida de nuestros hijos e hijas desde el encierro penitenciario y en cooperación tensa y precaria con nuestras madres, hermanas, hijos e hijas. Nosotras, las que les vemos caer detenidos como jóvenes en conflicto con la ley; quienes les lloramos como mujeres y hombres muertos prematuramente.

Somos nosotras, Ruth, Consuelo, Georgina, Lili, Angélica, Jeaneth, quienes soportamos los requerimientos, dolores y pérdidas de los hombres presos. Quienes los recibimos tal como los devuelve la justicia de estado: endurecidos por la crueldad de la experiencia carcelaria o muertos. Nosotras, nuestras familias, nuestras hijas, nuestros barrios, nuestras comunidades.

Somos nosotras, Rossana, Jane, Yolanda, Gloria, Gladys, a quienes les que han dado prensa, lo que quiere decir que hemos sido expuestas como criminales detenidas en medios de comunicación masiva. Las que lidiamos diariamente con fotografías, videos, relatos y comentarios en los medios de comunicación masiva que nos devuelven una imagen monstruosa de nosotras mismas y los nuestros. Las que tratamos de comprender las masacres carcelarias que desde febrero de 2021 han cobrado la vida de más de 300 personas privadas de la libertad en las mega-ciudades penitenciarias de Ecuador.

¡No nos hablen de justicia de estado! Nosotras les explicamos: El estado produce la violencia.

En Ecuador, hasta el año 2014, cuando el gobierno de la Revolución Ciudadana inauguró las tres mega-ciudades penitenciarias muy lejos de los centros poblados, las cárceles se sostenían gracias a la cogestión de la pena entre las personas presas, sus familiares, negociantes de la economía popular urbana y funcionarios penitenciarios no policiales, en edificaciones levantadas en las ciudades o sus inmediaciones, muchas veces con fines diferentes del encierro penitenciario. Allí, la gente presa autogestionaba los más variados negocios, desde tiendas de abarrotes y restaurantes hasta peluquerías y carpinterías, en intercambio sostenido con comerciantes y familiares, de modo que los hijos e hijas se mantenían desde adentro y afuera. Allí, múltiples vínculos sociales atravesaban los muros carcelarios los tres populosos días de visita a la semana, en las noches de “quedada”, por vía telefónica y televisiva. La información fluía de adentro hacia afuera y viceversa, de modo que la población penitenciaria era visible, comprensible. El empobrecimiento y el racismo de estado atravesaban de cicatrices antiguas aquellos cuerpos. Muchas violencias herían las vidas de las personas presas y sus allegadas. Sin embargo, no conocimos mafias totalitarias ni masacres.

Los revolucionarios ciudadanos repudiaron públicamente el modo de vivir que construíamos en la precariedad que históricamente la élite había tramado para nosotros. Fue así que del mismo modo que construyeron grandes carreteras que atravesaron todo el país para abrirlo al mercado, levantaron enormes ciudades penitenciarias grises a las que, en 2014, trasladaron a la población penitenciaria, muy lejos de los centros poblados. Se la llevaron despojada de todo objeto de identidad y memoria, literalmente desnuda de sí y uniformada de anaranjado. El dolor, la humillación, la violencia que vivimos aquellas semanas es inenarrable…

Desde 2010, la estrategia del estado progresista–populista penal de la Revolución Ciudadana fue clara y contundente: destruir y someter a control los vínculos sociales entre las personas presas y sus allegados, y bloquear las vías de comunicación directa entre la población penalizada y la sociedad civil de la que había sido expulsada. Desolación y opacidad. Desolación, en mega-ciudades penitenciarias con capacidad de alojamiento de miles de personas, hoy hacinadas, donde los reducidos intercambios familiares y sociales suceden en galpones y celdas de “visita íntima” bajo vigilancia, donde los intercambios de productos se restringen al negocio privado del economato. Opacidad en mega-ciudades penitenciarias en las que literalmente no entra la luz, donde se vive en la invisibilidad social con la sola excepción de la crónica roja de los medios de comunicación masiva que empaña los rostros de la gente presa de crueldad y sangre. Desolación y opacidad.

Los gobiernos neoliberales que siguieron al proyecto progresista–populista penal, encontraron una población encerrada sobre sí misma, contra sí misma, enfrentada con paredes grises como horizonte. Encontraron una población penitenciaria estratégicamente expuesta a relaciones de poder extorsivas a cargo de hombres presos reputados como “comandantes”; hombres elegidos por la Policía, que hoy administra las prisiones de Ecuador al mismo tiempo que se hace cargo de la investigación criminal buscando informantes en las prisiones. Una población desolada a la que abandonaron a los estragos de la pandemia. Una población penitenciaria adecuada como mercado cautivo de “comandantes” mafiosos y autoritarios, que necesariamente deben negociar con autoridades de estado. Una población expuesta al lucrativo negocio de las armas, orillada a morir matando.

Somos nosotras, Rossana, Gloria, Gladys, Yolanda, Jane, Angélica, Ruth, Consuelo, Georgina, Lili, Jeaneth, a las que nos han dicho que tenemos que pedir perdón, nosotras, bellas hijas de pueblos despojados de su riqueza durante décadas, migrantes buscadoras de trabajo, gente que cuida la vida en la adversidad, somos nosotras quienes preguntamos: ¿Quién tiene que pedir perdón y quién tiene que otorgarlo?

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