Sin tacto
Por Sergio González Levet
No vi una rama que me dio de lleno en el ojo, y me empezó a llorar, por lo que tuve de inmediato dos sentimientos (¿o debería llamarles solamente sensaciones?): primero, enojo, porque me lastimó seriamente, y segundo, regocijo, porque el daño no fue tan grande y pude seguir viendo con mi desgastada aunque utilísima visión.
Íbamos en una de esas caminatas que tanto le gustan al Gurú en el bosque de niebla, por senderos que ofrecen todo tipo de peligros para la integridad física: un suelo que de pronto se convierte en pista de patinaje, presta para el resbalón más inconveniente; obstáculos imprevistos como piedras o animales pequeños aunque ponzoñosos, desde molestos mosquitos y picantes hormigas hasta pavorosas tarántulas y coralillos; arbustos, árboles y ramas que se te cruzan intempestivamente -como fue el caso-.
—Caray, maestro, por poco y me quedo tuerto, y hubiera sido rey entre los ciegos —exclamé a modo de queja por el accidente—. Lo bueno es que a la rabia siguió la alegría porque conservé mi ojo derecho, que lo quiero tanto como el izquierdo.
—Y haces bien, —me dijo, para estar a tono, entre serio y divertido— porque juntos te dan lo que se llama profundidad de visión, que hace que a nuestros ojos el mundo no se vea tan plano como es. Mira que la realidad es bastante versátil, y te lo demuestro con eso que te acaba de pasar: experimentaste al mismo tiempo dos sentimientos (¿o sensaciones?) que son opuestos y hasta encontrados, si percibes la diferencia. Enojo y gozo convivieron temporalmente en tu corazón, y éste los aceptó efímeros como inquilinos, aunque pareciera que uno y otro no pueden convivir. Así como el agua y el aceite -que no se pueden mezclar- tienen un momento de encuentro en la emulsión, la ira y el gusto participaron para hacer una emoción dialéctica en tu mente y en tu espíritu, y aquí estoy más en la onda de Theodor W. Adorno que en la de Hegel; te lo dejo de tarea.
—¿Qué la dialéctica no la entendió y desarrolló mejor Marx? —le repliqué al pensador, con ganas de meterlo de plano en la discusión filosófica, pero no mordió el anzuelo.
—Sí y no, pero este paseo por el bosque es para llenar los pulmones de oxígeno, y de regocijo el ánimo. Si nos metemos en esas averiguaciones, capaz que nos perdemos en los laberintos de la mente, y en una de ésas en los laberintos de este cerro. Qué bien nos veríamos, teniendo que ser rescatados por los grupos de auxilio, un hombre… hum… con juventud acumulada y un joven con la vejez del conocimiento a cuestas (si me perdonas la falta de humildad).
—Vayamos regresando pues a la plática original —concedí—, y también regresemos hacia la civilización y el cemento, que igual es una jungla, pero como que puedo mejor con sus trampas y peligros materiales.
La verdad es que el ascenso ya estaba haciendo mella en mis pulmones, abotagados por los excesos del cigarro en la juventud, así que el cuerpo me agradeció cuando dimos vuelta y empezamos un grato descenso.
—Dame oportunidad de que ponga en claro lo que empecé a decirte —empezó su disquisición de bajada el filósofo—. Rabia y alegría, entonces, pueden coincidir en nosotros y la solución final de este enlace depende de nuestra actitud ante la vida. Mira, los amargados terminan quedándose con el enojo. Por su parte, los que tienen una mejor actitud ante la vida permiten que la felicidad se enseñoree de su alma. Y estos últimos salen ganando, porque hicieron de la ira un sentimiento (¿o sensación?) que tuvo un fruto positivo; fue un combustible para llegar a un estado de ánimo mejor, propositivo, creativo.
—¡Tiene razón, maestro! —exclamé con gusto genuino.
—Pues termina de tallarte el ojo —me recomendó— y pon la mejor de tus caras ante la vida, que finalmente no es muy seria en sus cosas.
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