El otro insulto

Jesús Silva-Herzog Márquez

La profesión quejumbrosa ha salido en defensa de los suyos. Ante el embate del Presidente ha empleado todos sus recursos: artículos, desplegados, declaraciones, programas de radio y de televisión.

Es entendible: cada día el Presidente agrede, descalifica, cuelga etiquetas. Habla siempre de su compromiso con la libertad de expresión, pero niega legitimidad a quienes considera golpistas. El gremio agredido pasa por alto el otro blanco de los insultos presidenciales: su propio gobierno. La agresión cotidiana del Presidente a sus colaboradores, a los profesionales que todavía quedan en el gobierno es brutal. ¡Y pensar que no tienen siquiera el desahogo de una carta pública!

Detengámonos en el discurso del Presidente ante la Asamblea General de la ONU. Su participación fue vergonzosa. Un disparate desde la primera hasta la última palabra.

Las divagaciones y obsesiones de un hombre que no tiene la menor idea del auditorio y el valor de la ocasión. Lo de siempre: sus infantiles clases de historia, su fantasía de la cuarta invención, el orgullo que le provocan sus geniales ocurrencias, la grandeza de un prócer que dio nombre al fascista. Lamentable.

El Presidente no lee un discurso, no tiene unas tarjetas en la mesa que le permitan ordenar sus ideas, ni tiene siquiera frente a sí, el dibujo de un mensaje medianamente coherente.

Si los profesionales le prepararon una propuesta para dirigirse con propiedad al foro, la tiró a la basura. Un discurso tan indecoroso no es reflejo solamente de su desinterés por los asuntos que salen del vecindario, sino un acto de desprecio por el trabajo de sus colaboradores.

El trato es francamente agraviante. Es un desdén que no parece compatible a mediano plazo con la elemental dignidad profesional. Si no es grato sentir la agresión del Presidente, siendo su crítico, no puedo imaginarme lo que debe implicar ese desprecio siendo su colaborador. Para los diplomáticos mexicanos, para los funcionarios de la Cancillería, para quienes trabajan en la representación de Naciones Unidas el discurso proferido hace unos días es un insulto.

Al jefe de la diplomacia mexicana le tiene sin cuidado lo que hacen los diplomáticos mexicanos. No escucha lo que proponen para promover las causas de México fuera de su territorio. Y así, el presidente de México utilizó la tribuna de la asamblea general de la ONU para decirle al mundo que había un avión que existe todavía, pero ya está en venta; que lo rifamos y lo vamos a vender.

No me atrevo a decir que México se haya convertido en el país de un solo hombre. Pero el Presidente sofoca las voces de su propia administración. Ha dicho ya que la lealtad que exige para su proyecto no tiene por qué abrir los ojos. Lo que hace falta es lealtad ciega al proyecto, dijo esta semana. Sí: lealtad ciega. ¿Hay espacio para la colaboración digna dentro de un gobierno que exige ceguera?

Las renuncias de la administración son elocuentes. Quienes han dejado el barco han dicho que el Presidente no atiende razones, no valora la capacidad técnica, no sigue las reglas y no tiene interés en escuchar. Todo indica que los políticos que están dispuestos a permanecer son fanáticos, indignos o cínicos. Fanáticos son quienes creen que vivimos tiempos maravillosos. Que la violencia que continúa, la catástrofe sanitaria, la devastación institucional y la ruina económica son inventos de los neoliberales que en nada empañan los días gloriosos que vivimos gracias al patriotismo de Andrés Manuel López Obrador.

Los indignos saben que las cosas van mal, pero están dispuestos a callar para preservar sus asientos en el gobierno. Reciben del jefe agresiones cotidianas, son ninguneados y desautorizados constantemente, pero ahí siguen, posando para el retrato. No les importa ser objetos decorativos, perder el prestigio de una vida. Son tapetes que se imaginan protagonistas.

Finalmente, están los cínicos. Políticos realistas, estos ambiciosos saben que el gobierno pierde contacto con la realidad y promueve políticas ruinosas.

Reconocen también que no hay posibilidad de convencer al devoto de sí mismo. Pero, a diferencia de los indignos que aguantan y de los fanáticos que babean, los cínicos perciben oportunidad en la chifladura. Saben que el jefe quiere escuchar una tonada y se la cantan. Le entregan lo que pide y esperan su turno.

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