El perverso arte de no llamar a las cosas por su nombre .

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“A veces no queda más remedio que apelar a la crudeza del lenguaje y que donde hay eufemismos y frases hechas, comparezca el dolor y la grieta en frases deshechas”, reflexiona la autora en la octava entrega de la serie ‘Disruptiva’.

/ Ana Carrasco-Conde /

Al pronunciarse a veces algunas palabras se asemejan a tablones desvencijados de madera que, como pecios de un naufragio que hubieran sufrido un impacto violento, se deslizan hiriendo nuestros labios. Astillados y rotos no solo laceran en su paso nuestra carne dejando el sabor a hierro de la sangre sino que impactan con peligro de desgarro en la persona que las escucha. Y se clavan y hacen daño. Pero no son las palabras en sí mismas el origen del dolor, sino las cosas a las que con ellas queremos referirnos. Y entonces, con el propósito del respeto y del cuidado hacia el otro se elige un modo distinto de denominar a lo que, de otro modo, lacera. Y llamamos a la misma cosa de otro modo o damos un giro o hacemos una paráfrasis.

Otras veces la palabra incomoda, no tanto por el daño causado sino por el pudor despertado en quien la dice o en quien la escucha. Nos deja la boca con sabor a fango. Y nos aprestamos de nuevo a pensar en otra manera de decir lo mismo más púdica y menos obscena. A este proceder, tanto en un caso como en el otro, lo llamamos eufemismo: decir bien, de forma bella (del griego “eú”, “bueno” y “pheme”, “hablar” o “decir”), lo que dicho por su nombre resulta malsonante, doloroso, obsceno o soez. Nos enfrentamos así a la sustitución de un término que se considera tabú, que no debe pronunciarse (de ahí, por ejemplo, blasfemia), por otro. Su función por lo dicho es nombrar un objeto desagradable o los efectos desagradables de algo de una manera más asimilable, si hace daño, o aceptable o pudoroso, si genera incomodidad o se tiene por grosera.

En cierto sentido, así tomado el eufemismo adquiere una función social que atiende al otro sin más ánimo que expresar de un modo más agradable lo que es difícil de encajar. Que hiera la cosa, pero que no desgarre su nombre. En cierto sentido, atenúa el golpe, pero este sigue ahí. Y así aun cambiada la palabra de designación sabemos por el contexto a qué nos referimos porque su sentido viene dado por la red conceptual que dibuja el contexto en el que se inscribe. Un trilero consentido y un sentido convenido.

Ahora bien, como en todo, el eufemismo tiene sus grados. Por seguir la metáfora del trilero, en este primero ni se pierde de vista la bola ni se confunde con el cubilete que la contiene, o, si se quiere, en otra de las modalidades del trile, se tiene conciencia del movimiento de las tres cartas sobre el tapete. Se tiene en cuenta al otro no para manipularle, sino para ofrecerle una perspectiva que no por más suave es falsa. No se falsifica la vida entonces, sino que se teje una red que, con palabras, haga el contacto con la realidad menos duro. Que el tablón golpee, pero no con tanta dureza. Quizá no se llama a la “cosa” por su nombre, pero si llamar, del latín “clamare”, no significa originalmente más que “invocar” o “traer” a presencia algo, se trae con un velo de palabras, que media y que remedia a través de una nomenclatura, que puede no llamar, pero sí decir sabiendo a lo que nos referimos.

Cambiar la manera es cambiar el modo y esto, que parece un oxímoron inocuo, no lo es tanto. Manera y modo no son sinónimos. El modo en realidad es la medida con la que algo se nos aparece, así por ejemplo cuando hablamos de nuestros modos hacemos referencia a cómo vemos y hacemos las cosas en función de nuestros raseros y criterios. Por eso el modo es la forma en la que aplicamos nuestras medidas. Si el hombre es la medida de todas las cosas, por recordar a Protágoras, es porque tiene sus modos de habitar el mundo y entenderlo. Manera en cambio no alude a medidas, sino a la forma que le damos a algo con las manos: de la misma familia que “manipular”, del latín manus (mano), la manera, frente al modo, no es la medida que aplicamos, sino la forma que damos. Así cambiar la manera significa alterar la medida, regla y criterio con el que vemos la realidad y la entendemos con “nuestras manos”. Perdemos de vista la bolita del trilero y así, sustituida la palabra, el eufemismo en el siguiente nivel se transforma en herramienta de manipulación y cambio de “medida” de la realidad. No llama a las cosas por su nombre, sino que deforma la realidad. Lo decoroso no dice la cosa, sino que camufla su causa.

Por eso, por mucho que, en un diálogo de Platón que hace mis delicias, el Crátilo se afirme que quien conoce los nombres conoce las cosas, en realidad no es así: quien conoce los nombres, conoce los nombres de las cosas, pero no las cosas en sí mismas que quedan maquilladas. Da forma a aquello que designa y, al hacerlo el lenguaje condiciona cognitivamente al interlocutor para que, despistado por el movimiento del cubilete, pierda atención sobre la bola. Cae entonces sobre la realidad una manera que desdibuja perfiles y encubre aquello que, sabiéndose reprobable, se sigue haciendo, no porque sea duro e inevitable (la muerte, la enfermedad, el daño), sino porque siendo evitable se sigue haciendo (no es lo mismo matar que morir, no es lo mismo efecto colateral que víctimas). Pero aun desdibujada y deformada, la cosa sigue ahí, esperando ser vista de un modo más justo y de una manera más certera. Sabemos que es un eufemismo.

Y con todo, no llamar a las cosas por su nombre deja en realidad atrás el eufemismo: invisibiliza la realidad que con ella se camufla. El nombre sobrevenido, que no corresponde con lo que es, no deja ver la cosa porque la sobrescribe y la desplaza a un contexto en el que su verdadero sentido queda ocultado por la manera. Si un eufemismo era entendido como la sustitución de una palabra por otra que bien atenuaba o bien deformaba la realidad que designaba, expresiones del tipo “hombre que no trata bien a las mujeres” en lugar de “maltratador” o denominar “arresto psicológico como forma de motivación” a trabajadoras que son castigadas durante días y no perciben su sueldo, no son eufemismos. Son otra cosa. Llamemos a las cosas por su nombre: son perversiones de sentido. Cambian y suplantan la realidad. Pervertere significa volver del revés, volcar o desordenar y así cuando el nombre pervierte la realidad queda puesta del revés y lo justo parece injusto. No se trata de atenuar el dolor, sino de perpetuarlo. No de aliviar el golpe, sino de ocultar que este, cada vez más fuerte y más desgarrador, se sigue dando.

No llamar a las cosas por su nombre es hacerlas invisibles, ocultarlas y desposeerlas de la posibilidad de enmendarlas. Si un nombre designa una cosa y al signarla la sitúa en un marco de sentido de una comunidad lingüística, cuando el nombre no es el adecuado se produce un sesgo cognitivo que acalla lo que realmente sucede. Lejos de invocar, el falso nombre no solo evita que comparezca, sino que obtura el grito de lo real con palabras que solo hacen ruido. Y así en el perverso arte de no llamar a las cosas por su nombre la realidad es suplantada por un tejido lingüístico cuya semántica nos hace olvidar lo que realmente está en juego. Y a veces ni siquiera nos damos cuenta de que estamos ante un trilero.

Una guerra puede ser entendida eufemísticamente como un “conflicto armado”, lo que supone una deformación, y como una “intervención humanitaria que vela por la paz del territorio” si es una perversión. Pero no se olvide lo que está en juego y quién está en juego: quien agrede a una persona es un agresor, quien la maltrata un maltratador, quien la viola, un violador y quien no ofrece un sueldo digno es un explotador. A veces no queda más remedio que apelar a la crudeza del lenguaje y que donde hay eufemismos y frases hechas, comparezca el dolor y la grieta en frases deshechas. Aunque no guste oírlo.

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