Esa gran hazaña llamada México

 

/ Héctor Calderón Hallal /

 

Tratando de esbozar una idea primigenia sobre el trabajo elegido como entrega para este Día de la Independencia Nacional y estando en un inmejorable recinto para la inspiración, el cruce de las calles de Armenta con avenida de la Independencia, en el corazón de Oaxaca capital, resultó  propicio el momento para descansar de una de esas caminatas que dejan a cualquiera sin aliento, no por el esfuerzo físico, sino por el montón de momentos bellos y sublimes a los que convoca cada rincón, cada historia, cada repliegue musical y cada recuerdo de esa gran ciudad mexicana.

Dar un sorbo al chocolate espeso y amargo que una amable y bella oaxaqueña, sirvió al suscrito para acomodar las vagas ideas, como para descubrir que estaba recargado sobre el mismísimo basamento del célebre Teatro Macedonio Alcalá, autor mexicano cuya obra e historia, junto a la de Juventino Rosas, han subyugado a multitudes a través del tiempo, por su esplendor y por su alta calidad musical.

Sería el chocolate quizá o la infinitesimal secuela genético-musical que hay en  la sangre de quien esto escribe, pero  el caso es que tras haber escuchado en otra calle del recorrido, a una banda sinfónica del lugar interpretar el vals ‘Dios nunca muere’, de Macedonio Alcalá, viendo aplaudir con singular fervor y admiración a un grupo de turistas alemanes… y minutos después, escuchar en la selección de audios del teléfono personal, la magistral interpretación de la misma pieza por Pedro Infante, de manera extraña, brotó un llanto muy puntual y genuino.

Fue la convocatoria a un viaje muy íntimo y rápido sobre la historia de ese país llamado México, en esos difíciles doscientos años de regateada independencia.

La historia de estos dos grandes músicos –Alcalá y Juventino Rosas- es una síntesis análoga a la rudeza del camino que ha tenido que transitar este país nuestro en sus primeros doscientos años de vida, donde nada le ha sido fácil… donde todo está por hacerse aún. Porque México es un país en construcción, todavía.

El pasado 12 de septiembre se cumplieron 190 años del natalicio de Macedonio Alcalá Prieto, el violinista, pianista y compositor mexicano, nacido en Oaxaca, de  ascendencia mixteca… pero también española, lógicamente.

Que alcanzó la excelencia como profesional, pero sobre todo como ser humano y ciudadano, en medio de una época de carencias y frugalidades; de discriminaciones y de incertidumbre.

Ejecutante de piano, chelo, viola, flauta, oficleido y violín, fue sin embargo este último con el que se mantuvo Alcalá, para poder convertirse en maestro de las nuevas generaciones de músicos de Oaxaca. Como violinista, fue ampliamente solicitado no sólo en iglesias, sino también en bailes populares y reuniones sociales.

Su obra cumbre, ‘Dios nunca muere’, considerada desde su creación casi un himno para los oaxaqueños, que al escucharla se ponen de pie, Macedonio Alcalá la compuso en la convalecencia de una cruel enfermedad que lo llevaría poco tiempo después a la tumba, a la edad de 37 años.

Murió en la ruina y sin el reconocimiento de la autoría de su obra musical, que sería años después cuando se le reconocería legalmente, porque el pueblo de Oaxaca que lo conoció, lo reconoció como el gran músico compositor y ejecutante que fue.

El gran Macedonio Alcalá; el músico, el ciudadano, el padre de familia, el hombre; un mexicano universal que tuvo grandeza, no por su riqueza acumulada ni su linaje heredado o alcanzado, sino por su empeño, su disciplina, su humildad para reconocer normas y reglas; condiciones todas que moldearon su talento en beneficio de su legado musical y cultural… Que tampoco fue grande por ser zapoteco… o hispano… o ni siquiera por los dos rasgos mezclados… Que fue grande porque fue simplemente eso, un ser humano universal.

El caso de Juventino Rosas, es uno muy parecido.

Siendo músico desde temprana edad, vio morir a su padre y a su hermano mayor, en uno de los bailes donde amenizaba la banda donde tocaba; padre y hermano eran la única familia con que contaba el menor Juventino al emigrar de Guanajuato, su entidad natal, a la Ciudad de México.

Juventino Rosas es el joven músico prodigio mexicano, autor del mundialmente conocido vals ‘Sobre las Olas’, de cuya letra hasta la industria cinematográfica estadounidense hizo ya película (‘Titanic’) y no ha sido capaz de pagar un centavo a descendientes del músico.

Murió en 1894, en la modestia del ejercicio de su oficio, en Cuba, a los 26 años de edad, de mielitis espinal.

También a Rosas, el vals ‘Sobre las Olas’ sólo le fue reconocido como de su autoría, después de un largo litigio.

Sus restos fueron traídos a México después de 15 años de sepultado en el país caribeño, en 1909, en el ocaso de la Presidencia del General Porfirio Díaz, su gran admirador y por la gestión del periodista Miguel Necochea y la Sociedad de Compositores Mexicanos.

A su llegada a Veracruz, Porfirio Díaz dispuso que uno de los vagones del ferrocarril que lo trasladó a la Ciudad de México, se convirtiera en capilla ardiente en todo su trayecto; asímismo se tocaran las notas de su vals por cada poblado por donde pasara el tren y que, a su llegada a la capital, se habilitara el Teatro del Conservatorio Nacional para recibir el tributo del pueblo. Está sepultado en la Rotonda de las Personas Ilustres, en esta ciudad capital.

Las dos historias, ciertamente tristes, son dos de éxito al final, logrado a sangre y fuego; con tesón, perseverancia, resiliencia, amor al oficio, a la tierra, al prójimo y a lo que se ama de verdad.

Sintetizan la realidad de nuestro país a lo largo de esos doscientos años de vida independiente; de precariedades, de injusticias, económicas, culturales y sociales… sintetizan la grandeza de todos y cada uno de los mexicanos; de ayer, de hoy y de siempre.

Son dos historias de éxito, como el de los éxitos invaluables de todos nuestros artistas, nuestros deportistas, normales y con capacidades diferentes; el éxito de nuestros premios nóbeles, de nuestros creadores, que han sido el rostro del país ante el mundo.

Pero también son dos historias de éxito dentro del sacrificio, de todos nuestros esforzados obreros sin un rostro conocido; de nuestros campesinos, fuerza de nuestra tierra; de nuestros incomprendidos empleados, burócratas menores; de nuestros pescadores sin peces en la mar… y sin apoyos gubernamentales; de nuestros injustamente devaluados policías; de nuestros enfermos, de nuestros presos… de nuestros muertos, por pandemia o por la causa que fuere.

En ese sincretismo debe ir también la esperanza de que la historia de nuestros nuevos y actuales mexicanos, siga siendo la de surgir ante las adversidades con el mismo gran empeño de los dos mexicanos ejemplares de los que hicimos reseña líneas atrás.

Porque nuestra mirada debe estar puesta en el mañana. Los múltiples momentos grises y amargos que hemos tenido en los últimos dos siglos desde la independencia, no deben ser más que referencias para reconocernos hoy un país con vocación democrática y de progreso material como  humano.

En esa gran hazaña que ha sido y es la construcción del México de nuestros días, no podemos darnos el lujo de tener un gobierno para la mitad de los mexicanos… y un desgobierno para la otra mitad.

Empleados y empleadores, asalariados y emprendedores, proletarios y nomenklaturas, marginados y privilegiados… chairos y fifís, comunistas y capitalistas… todos debemos ser parte de la toma de decisiones, en un gobierno verdaderamente que sea participativo, sin simulaciones ni artimañas.

Donde todos sin excepción, seamos beneficiarios de la obra de gobierno, no sólo los sectores afines a la clase gobernante y su partido.

En la hazaña del México de nuestros días, nunca más una oposición al margen de la toma de las grandes decisiones; nunca más un gobierno que no atienda a los que demandan con urgencia un servicio, por no ser rentables –electoralmente-; nunca más un gobierno insensible con los niños.

 

Porque necesitamos un gobierno que elimine cualquier rasgo de desigualdad en el trato a la gente; un gobierno que centre sus esfuerzos en todos aquellos que aspiren a un trabajo… pero a un trabajo decente, digno; que se encargue de todo niño que aspire a ir a la universidad, que aspire a emprender su propio negocio… para todos aquellos jóvenes llenos de talento que quieran forjar su propio destino.

Reciban mis escasos lectores, en esta conmemoración de los 200 años de consumada la Independencia Nacional, mis parabienes por ese país en construcción, en cuya hazaña participamos diariamente todos.

Y también mi gratitud a su paciencia y tolerancia… y que por siempre ¡Viva México!

 

Autor: Héctor Calderón Hallal

En Twitter: @pequenialdo

 

 

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