LA AVENTURA REVOCATORIA: PERDER-PERDER

* María Amparo Casar.

Contrario a lo que se dice, la consulta de revocación de mandato es un instrumento en manos del poder público, no del poder ciudadano. Lo mejor que le podría pasar a México es que el presidente desistiera de llevarla a cabo. El presidente es quien ha puesto en la agenda someter su mandato a revocación y la ha promovido desde las conferencias matutinas. Nadie más lo ha hecho. Hasta el momento no hemos visto a ninguna organización ciudadana buscarla, difundirla o impulsarla.

Además, tiene una buena razón legal para no proseguir con esta aventura. El artículo 14 constitucional establece que “a ninguna ley se dará efecto retroactivo en perjuicio de persona alguna”. La reforma de revocación de mandato publicada en 2019 va en perjuicio de, ni más ni menos, 30.1 millones de mexicanos que votaron por que Andrés Manuel López Obrador fuera presidente por seis años sin que su mandato pudiera ser revocado.

Pero si lo legal no lo convence, hay muchas otras razones a esgrimir. La revocación, cualquiera que sea su resultado, no promete más que ser una fuente de conflicto y de dudosos beneficios aun para quien con tanto ahínco la promueve.

De entrada, se tendría que salvar el escollo de aprobar una ley reglamentaria. La alternativa, nada deseable, es que el INE emita los lineamientos que la rijan. Después vendrán los pleitos por los recursos necesarios para llevarla a cabo, por las opiniones discordantes sobre la organización y por la propaganda que se haga.

Desde el ángulo de los resultados, las cosas empeoran. Si se lanzara la convocatoria, está el reto del interés que pueda concitar. Menos del 40 % de participación sería en automático un fracaso. Puede suceder. Más si la oposición —que no tiene nada que ganar— la desdeña y no cae en la provocación de subirse al cuadrilátero de este ejercicio vacuo.

Si el presidente no fuera revocado, el ejercicio sólo habría servido para decir: “El pueblo quiere que me quede” y, también, para inflar su ego. El presidente quedaría exactamente en la misma posición porque la popularidad no amplía sus facultades; el Congreso seguiría con la misma distribución del poder, y el veto que la oposición puede ejercer sobre las reformas constitucionales quedaría intacto.

Peor todavía: dadas las reglas de la revocación, aun ganando pierde. Difícilmente llegará a los 30.1 millones de votos que obtuvo en 2018. Por ejemplo, si se alcanzara el 40 % de participación —la mínima indispensable— y el 70 % votara en favor de su permanencia, se quedaría en el cargo por la voluntad de 26.8 millones de electores. Si hacemos el cálculo con su popularidad actual —el 57 %—, el número de votos en favor sería de 21.3 millones. Casi 10 millones menos que en 2018. Y si el 50 % de los participantes votara en favor de la revocación, López Obrador se iría a su casa porque 18.7 millones así lo decidieron. Un resultado así no parecería respetar el derecho a votar y ser votado que tienen los ciudadanos y los candidatos. Total, perder-perder.

Ilustración: Víctor Solís

En este último escenario, el presidente del Congreso asumiría el cargo y en los 30 días siguientes los legisladores tendrían que nombrar a un nuevo presidente para concluir el mandato de López Obrador el 30 de septiembre de 2024. Este presidente no surgiría de la elección directa de los ciudadanos, la decisión estaría en manos de 314 diputados y senadores en caso de que hubiese quorum completo del Congreso de la Unión. La revocación, un ejercicio de supuesta participación directa, dejaría la decisión de quién gobernará los siguientes dos años y medio a la elección indirecta. Lo más alejado posible de la democracia directa, en donde el votante decide quién lo gobierna.

No hay vuelta de hoja: perder-perder.

Una de las diferencias centrales entre los sistemas presidenciales y los parlamentarios es que en el primero la duración del encargo es fija y en el segundo depende de que el primer ministro mantenga la mayoría en el parlamento. La excepción al periodo fijo en los sistemas presidenciales es la comisión de un delito o falta grave que lleva a la activación del juicio político.

En algunos pocos países se ha introducido otra excepción —una verdadera anomalía— que anula la voluntad del elector y el principio de certeza del votante y del votado en la elección constitucional; por si esto no fuera suficiente, altera el ejercicio de gobierno: desde el proyecto gubernamental y su ejecución hasta la relación entre poderes.

Ciertamente existe la posibilidad de que un presidente pierda la confianza de los votantes, que se desvíe de la oferta política con que ganó, que resulte inepto o que una vez en el cargo deje la piel de oveja que llevaba en campaña para descubrir que debajo de ella se escondía el lobo. Para disminuir estos riesgos existe un andamiaje institucional que introduce límites al poder presidencial a través de la división de poderes y otros contrapesos. Para ello los votantes tienen la libertad de dividir su voto entre el candidato presidencial de un partido y un Congreso sin mayoría que le dificulte o le impida ciertos excesos. Para ello existe un Poder Judicial que vigila la constitucionalidad de los actos de la presidencia y un número de órganos independientes —normalmente transexenales— ajenos a los vaivenes políticos y a los partidos.

Cuando un presidente es electo por cuatro, cinco o seis años, su proyecto de gobierno tiene una programación con base al horizonte de tiempo marcado para su mandato. Hay escalonamiento y etapas de las políticas públicas y de los resultados esperados. Hay tiempo para enmendar y corregir. La revocación de mandato da al traste con la planificación y deja trunco un proyecto concebido para un tiempo determinado.

Al introducir la revocación, el ritmo de la política se altera. Se gobierna para agradar al electorado y no ser revocado. Se provoca un tour de force antes de la siguiente elección. Se acortan los periodos de colaboración y se alargan los de la competencia. La política se convierte en una demostración de fuerza y poder en lugar de un ejercicio de gobierno. No es casualidad que en América Latina, subcontinente que agrupa a la mayoría de los sistemas presidenciales, solamente tres países cuenten con la figura de revocación de mandato para el cargo de presidente —Bolivia, Ecuador y Venezuela— y sólo dos la hayan puesto en marcha. Ambos en los momentos de su más alta popularidad, ambos victoriosos en el ejercicio revocatorio y ambos con acusaciones de haberse entrometido ilegalmente en el proceso.

Los dos presidentes que han recurrido a la revocación de mandato son Hugo Chávez en Venezuela en 2004, y Evo Morales en Bolivia en 2008. Ninguno de ellos con credenciales democráticas creíbles. En ambos casos el ejercicio fue un prolegómeno de lo que Dieter Nohlen ha llamado “continuismo autoritario”.

Chávez la utilizó a la mitad de su segundo mandato con una votación de 40 % en favor de la revocación y 59 % en favor de su permanencia. Lo hizo con una autoridad electoral a modo. Cuatro años y medio después reformó la Constitución para ampliar la reelección de manera indefinida.

Evo Morales hizo algo similar en Bolivia. Con su mayoría en el Congreso, en 2006 introdujo la reelección presidencial por un periodo más y la revocación del mandato. Dos años después se llevó a cabo la consulta de revocación, misma que ganó con 67 % de los votos a favor y 33 % en contra. Cerca de la conclusión de su segundo periodo quiso reelegirse por tercera ocasión, perdió el referéndum para hacerlo, impugnó los resultados y el Tribunal Constitucional —también cooptado por él— falló en su favor.

Estas son las únicas dos experiencias de revocación de mandato con sus precuelas y secuelas autoritarias. En ningún caso puede decirse que fue un ejercicio en manos de la ciudadanía y con el objetivo de empoderarla. Si bien en ambas legislaciones la revocación se realiza por petición de un porcentaje de los electores, en los dos casos fue orquestada desde el poder.

México se unió en 2019 al club de los revocatorios. Experimentará con esta figura en 2022. Las legislaciones que regulan la revocación de mandato coinciden en muchas características: sólo puede ser solicitada por los ciudadanos, la organización y propaganda están en manos de las autoridades electorales, puede utilizarse únicamente una vez dentro del periodo y no puede coincidir con las elecciones a otros cargos. Sin embargo, hay diferencias relevantes que, si cabe, multiplican las consecuencias perniciosas del ejercicio de la revocación de mandato porque —como siempre— los diseños institucionales cuentan y cuentan mucho.

Primero, los porcentajes del padrón electoral para solicitar la revocación. Bolivia exige el 25 %, Ecuador el 15 % y Venezuela el 20 %. En contraste, en México basta el 3% del padrón.

Segundo, el porcentaje de participación. México requiere un 40 %, muy por encima del 25 % que exige Venezuela, pero por debajo del 50 % necesario en Bolivia. Ecuador no estipula el porcentaje.

Tercero, en México el presidente puede ser revocado por un número de votos menor al que obtuvo cuando fue electo. En Bolivia y en Ecuador se sigue la regla de oro de que la revocación sólo se produce si el número de votos válidos expresados en favor de la misma supera al número de votos válidos con los que fue elegido el presidente.

Cuarto, en los tres países que la contemplan, la revocación de mandato no prevé medios de impugnación y en México sí.

Quinto, el mecanismo de sustitución del “presidente revocado” es relativamente sencillo en los tres países de América Latina. En el caso de Bolivia, asume el cargo el vicepresidente y convoca de forma inmediata a elecciones para elegir un sustituto que complete el mandato. En Ecuador, el vicepresidente asume el cargo y termina lo que reste del periodo presidencial. En Venezuela, si la revocación ocurre en los primeros cuatro años, asume el cargo el vicepresidente y se llama a elecciones, pero si la revocación se da en los dos últimos años toca este último culminar el periodo.

Insisto: la revocación de mandato, aunque en teoría concebida para dar poder a los ciudadanos, es inmediatamente capturada por los partidos y convertida en instrumento del poder público. Ahí está el presidente promoviéndola sin cesar y regañando a los legisladores por no haber cumplido con su obligación de emitir la ley reglamentaria.

Aun con el porcentaje relativamente pequeño del padrón electoral que se exige para convocarla (3 %), estamos hablando de aproximadamente unos 2.9 millones de votantes. ¿Qué tan factible es que los ciudadanos, sin un líder y una estructura territorial con la que sólo cuentan los partidos o los gobiernos, junten esa cantidad de firmas? Poco probable. Los partidos de oposición interesados en precipitar la salida del presidente, o los partidarios de su permanencia y la supuesta relegitimación del mandato, son los que movilizarán sus estructuras para que la revocación opere y sus resultados los beneficien. Hasta el momento no se conoce ninguna democracia en la que no sean los partidos los que agreguen los intereses.

Además, en México los resultados de la revocación se pueden impugnar —y se abre otra puerta al conflicto. A ocho meses de que ocurra, el presidente ya comenzó a descalificar a la autoridad electoral. Lo menos que ha dicho es que el INE fue parte de un boicot a la consulta del 1º de agosto y que no confía en que no lo haga de nuevo con motivo de la revocación.

La revocación tiene otra consecuencia perniciosa. Conduce a la implementación de medidas populares —no necesariamente responsables— con el fin de no ser revocado. Finalmente, pone a la política en modo electoral y adelanta el proceso sucesorio. Reitero, esto implica que la política se polarice y se prolonguen los tiempos de la competencia en lugar de los tiempos de colaboración y acuerdo entre partidos. Ya lo dijo el propio presidente:

Ya viene la revocación del mandato y va a ser interesantísimo, no nos vamos a aburrir, no vamos a estar bostezando porque el grupo conservador tiene la oportunidad de reagruparse, como lo hicieron en junio, cuando no querían que contáramos con la mayoría. Y se unieron todos. Políticos, corruptos, la mayoría de los medios de comunicación. Los sectores más retrógrados.

Esa es su intención: divertirse en lugar de gobernar, polarizar en lugar de unificar, señalar en lugar de respetar, hacer campaña en lugar de ocuparse de los asuntos públicos. De paso, reagrupar a su partido y movilizarlo de cara a las elecciones de 2024.

María Amparo Casar
Analista política y presidenta de MCCI.
Articulo publicado en Nexos.

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