LINOTIPIA
/ Peniley Ramírez
¿Usted ha visto cómo asesinan personas? Sí. ¿Usted ha presenciado torturas? Sí. ¿Usted tenía armas? Sí. ¿Usted ganó más de cien millones de dólares? La verdad, no sé cuánto gané. Sergio Villarreal respondía con la misma calma a las preguntas sobre la violencia que cometió, que presenció, que a los sobornos que supuestamente pagó o a los placeres extravagantes que se compró durante años.
“El Grande” vestía un traje y una corbata con estilo de los años 90. Miraba al fiscal con cara de aburrido. Sus respuestas parecían parte de un libreto que le escribieron con el relato de su propia vida. En ese libreto no importaba Villarreal, sino cómo su vida se conectaba con otro hombre de traje, sentado a metros de él.
En un extremo de la mesa de la defensa, Genaro García Luna observaba a “El Grande”. Tomaba notas cuando éste decía que García Luna recibió más de 200 millones de dólares en sobornos, que gracias a ellos “El Grande” tuvo una credencial falsa que lo acreditaba como miembro de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), la agencia que García Luna dirigía durante el gobierno de Vicente Fox.
García Luna escribía y escuchaba como si tampoco fuera su vida la que estaba oyendo. Tomaba notas con el mismo gesto constreñido con el que apuntaba en reuniones oficiales para asegurarse de anotar las tareas que le encargaba su jefe, el presidente de México. En aquellas ocasiones, no había en los ojos de García Luna ninguna expresión, ni siquiera el atisbo de una emoción o sorpresa.
Tampoco lo hay ahora, en su propio juicio.
En un banco al final de la sala de la corte, dos mujeres escuchaban el testimonio de “El Grande” y agitaban los pies. Cristina Pereyra, la esposa de García Luna, movía las manos y las piernas. Luna García Pereyra, la hija, tenía en las manos una pequeña pieza de plastilina verde. La estiraba, en forma de rectángulo, luego la convertía en una pequeña pelota, que apretaba con fuerza. Después la estiraba otra vez. En el pecho, llevaba colgado un crucifijo. Lo besó cuando comenzó el juicio, como besan sus crucifijos los taxistas cuando se sube a su auto el primer cliente del día.
“El Grande” testificó durante dos largas jornadas cómo fue primero policía, después policía y traficante, luego solo traficante y la mano derecha de uno de los jefes del trasiego de drogas en México, Arturo Beltrán Leyva, y uno de los contactos de García Luna con el Cártel de Sinaloa, cuando era un grupo de varias familias mafiosas que se repartían las rutas del trasiego de cocaína y marihuana.
García Luna era “la mejor inversión del cártel” y no solo un oficial corrupto que miraba a otro lado, dijo “El Grande”.
En aquellos años, García Luna dirigía la AFI y permitía a los traficantes de Sinaloa colocar a comandantes a modo en los sitios donde les interesaba. Controlábamos todo, desde los puertos, los aeropuertos, las carreteras, dijo “El Grande”.
¿Qué ganaba el cártel al pagarle a García Luna?, preguntó la fiscal. “El Grande” respondió que el cártel controlaba el aeropuerto de Ciudad de México y tenía unas fábricas improvisadas, donde armaban tabiques de azúcar con harina que empacaban como si fuera cocaína. En los decomisos, sustituían la droga verdadera por la falsa. El gobierno tenía su foto y los traficantes tenían su droga.
Nos dividíamos al 50%. La gente de García Luna nos permitía que nuestros hombres se vistieran de agentes de la AFI y detuvieran a nuestros enemigos, dijo “El Grande”. Los jefes hacían una “polla”, una narco-vaquita, para pagar los sobornos mensuales a García Luna, Luis Cárdenas Palomino, Domingo González y otros policías.
No hay pruebas, no hay videos, no hay fotos de nada de lo que se le acusa, dijo el abogado de García Luna. Yo cuento lo que vi y viví, dijo “El Grande”, mirando al abogado con la paciencia con la que se mira a un niño chiquito.
Faltan al menos siete semanas en el juicio de García Luna. Observo, sentada en la última fila de la sala de audiencias. Frente a mí, la fila dedicada a amigos y familia está desierta. Sola, en un extremo, está Cristina. Este juicio es mucho más que este hombre, mucho más que la soledad de ella. Este juicio es la soledad de la violencia, la normalización del horror, la voz calmada de “El Grande” cuando confiesa sus crímenes, la calma de Genaro cuando apunta los suyos, la barbarie que nos enluta, a todos.