Denise Dresser
Para López Obrador, la democracia llegó con él. Nació el día que ganó la elección presidencial y no antes. En México nunca hubo transición, sólo simulación. De manotazo en manotazo, mañanera tras mañanera, reescribe la historia del país a conveniencia, y borra décadas de luchas sociales para desmantelar el autoritarismo que lo precedió. Elimina capítulos enteros con una nostalgia restaurativa que se salta los últimos treinta años. Y así va erigiendo la Gran Mentira, en la cual no existió la movilización contra el fraude patriótico de 1986, o la candidatura de Cuauh-témoc Cárdenas en 1988, o las reformas electorales de 1994 y 1996, o la ciudadanización del IFE, o el triunfo de la izquierda en la capital en 1997, o cómo logramos sacar al PRI del poder en 2000. Años de marchar, años de exigir, años de conquistas históricas. Obliterados por un hombre que para controlar el presente, necesita reinventar el pasado. Necesita la amnesia colectiva. Necesita que los ciudadanos olviden de dónde venimos.
Olvidar el sistema priista, que las nuevas generaciones no vivieron ni padecieron. Olvidar cuando el IFE formaba parte de Gobernación y desde ahí, el PRI organizaba, certificaba y ganaba contiendas recurriendo a la mapachería electoral. Olvidar cómo los presidentes autocráticos manejaban el país a su antojo, sin reglas o contrapesos, rodeados de zalameros y sicofantes. Olvidar las crisis económicas recurrentes que la discrecionalidad y la opacidad y el presidencialismo meta-constitucional y el manejo político/electoral de las finanzas públicas contribuyeron a desatar, empobreciéndonos, hundiéndonos, sexenio tras sexenio. Olvidar la subyugación del Poder Judicial, la Corte cortesana, el Congreso capitulante. El país de un solo hombre que no gobernaba con instituciones, sino con intuiciones; que no decidía por la vía de los procesos, sino a través de las pulsiones. Así fue y así nos fue.
Sexenios de ocurrencias y estridencias, sexenios de clientelas construidas e instituciones corroídas, sexenios de un partido que también era gobierno y agandallaba como tal. Décadas de marchas y movilizaciones en contra de elecciones manipuladas, contiendas robadas, candidatos impuestos, presidentes imperiales, mapaches electorales. AMLO busca ser el orquestador de la omisión para que nadie recuerde por qué fue crucial exigir una autoridad electoral autónoma. Por qué fue imperativo presionar para que el PRI limpiara el padrón electoral, creara la credencial de elector, insaculara a los funcionarios de casilla, despartidizara los programas sociales, impidiera que el Presidente hiciera proselitismo a favor del partido en el poder. El empuje social a favor de la competencia y la alternancia, el poder compartido y el poder vigilado. Tantos trabajando con mismo el objetivo: el fin de la dictadura perfecta y el inicio de la democracia incipiente.
Por eso la fundación del INAI, para que los ciudadanos pudieran acceder a la información pública sobre su gobierno. Por eso la remodelación de la Comisión Federal de Competencia para someter a los poderes fácticos del capitalismo de cuates. Por eso el establecimiento de los órganos constitucionales autónomos como el INE, el Inegi, el Banco de México, la CNDH, para contener el voluntarismo del Presidente, para priorizar los argumentos técnicos por encima de los caprichos políticos, para proveer datos verificables que sustituyeran a las versiones manipulables, para vigilar que el poder no pisoteara derechos.
La Gran Mentira de AMLO es hacernos creer que esas instituciones son enemigos del pueblo, cuando en realidad son enemigos del autoritarismo centralizador, del presidencialismo omnipotente, de quienes quisieran colocarse el anillo al dedo para controlar al pueblo en vez de representar al ciudadano. Distan de ser instituciones perfectas e impolutas. Con frecuencia han sido omisas e incongruentes. Pero su existencia y fortalecimiento es incuestionablemente mejor a las alternativas. Odiar a los organismos autónomos es odiar a la democracia, y apoyar su absorción por el gobierno es aceptar la Gran Mentira. La generación de la transición a la que pertenezco debe defender la realidad que fuimos creando de manera colectiva: una democracia defectuosa, deficitaria, incompleta pero democracia al fin. Y lo afirmo con la convicción de quien estuvo ahí -presente y participando- en su creación.