/ Alma Delia Murillo /
Lo descubrí en un correo electrónico pero ya me lo había dicho la intuición. Medios y tecnologías irán y vendrán para detonar la hecatombe: un estado de cuenta bancario, una llamada a deshoras, un whatsapp, un like en esa insulsa red social… nunca habrá antena más afilada que la intuición. Un estallamiento de huesos, pólvora en el corazón, un sabor amargo con el que habría podido envenenar los mares del planeta. El cabrón le reenviaba a ella los poemas que yo escribía para él cambiando los adjetivos al género correspondiente.
Yo andaba sobre mis veintitantos. Sumábamos cinco años de una relación que había nacido de un mutuo flechazo. Era un guapo deslumbrante que llevaba el cigarro pegado a los labios a lo Clint Eastwood, un gran lector que me había introducido al pensamiento filosófico y yo no imaginaba mejor interlocutor para mí que ese hombre que me juraba amor eterno (y no fraternal como el de Juan Ga).
El pacto estaba claro: sólo tú y yo. Los primeros meses fueron y vinieron negociaciones y parlamentos, cada sesión acordábamos -por razones que él aducía- que tendríamos una relación monógama. Así que cuando encontré el correo aquel mi enojo era de bestia lastimada, por dentro rugía pero no podía desahogarme: trabajábamos juntos y yo había destapado aquella granada en la oficina, me explotó por dentro.
A la hora de la comida salí a la calle, caminé el camellón como flotando, me senté en una banca de la que, recuerdo, tuve envidia, quién fuera ella para no sentir; levanté la cara y miré: los árboles, los semáforos, todo parecía estar cubierto de humo. Era yo, ese humo tenía que emanar de mí, la granada seguía pitando en mis oídos, nublándome los ojos.
Por la noche le reclamé. Lo negó. Dije cosas que aún hoy me cimbran por lo elaborado de la maldad que conjuré en su contra. Volvió a negarlo, lloré, pidió perdón, balbuceé incoherencias de animal babeante, lloró, grité, volvió a pedir perdón y (volver, volver, volver a sus brazos otra vez)… volvió a hacerlo. Sí.
Semanas después -me aficioné a revisarle el correo, qué quieren, cruzada la puerta de la decadencia hay que ir a fondo- encontré otro mensaje para ella donde refraseaba palabras mías ¡mías! sobre el pacto del amor. Traicionar el acuerdo amoroso era una cosa, pero usar mis palabras era el colmo de la bajeza, sentí cómo se me voltearon los hígados y se me cruzaron los hemisferios cerebrales de pura rabia.
Entonces maquiné mi venganza. Aquella granada dentro de mí había liberado otras pequeñas granadas como huevecillos en gestación, si no las lanzaba iban a terminar por demolerme hasta el nombre.
No salió bien la venganza y tampoco me sentí mejor, pero me permitió poner fuera lo que me consumía, necesitaba devolver el golpe como una forma de cierre, para saber que en aquella maraña éramos tres, cada cual responsable de su parte. No tenía que llevar yo sola, estoica y beatificada, todas las granadas por dentro.
La traición no solo es una herida, es primero un golpe certero, violentísimo cuando se incumple el pacto que tan honorablemente firmamos con sexo, sudor y lágrimas (ando de un musical).
¿Qué hacer cuando nos golpean?
¿No es más insano poner la otra mejilla y guardar silencio que encajar el golpe, reconocer la ira y externarla?
Repaso las etapas del duelo. No sólo el de la muerte de una persona, sino el de la muerte de una relación. Shock, negación, ira, tristeza, negociación, aceptación. (Multiplicado por ocho mil millones de pelaos que habitamos la Tierra, porque no hay una única constitución emocional). La traición por más negra que sea, tiene matices.
¿Por qué necesitamos adoctrinarnos en la hiperracionalidad y no comprender que la ira es humana y que dejarla salir es un derecho?
Sí, estoy pensando en Shakira y en este neoabsolutismo de la buenitud, en los neorrancios de la beatitud prestos a juzgar la reacción de otros ante el dolor. ¡La mermelada en la propia cocina, por favor!
Como dice María Negroni: la literatura es una forma elegante del rencor, y es cierto. Muchas formas de creación implican nuestras pasiones más oscuras, qué patológico si el único relato aceptable fuera el de los seres de luz.
Cuidado, toda utopía de bondad es peligrosa. Desobedecer al mandato de agradar no es condenable y dejar salir la ira tampoco.
Ya está, chau.