La izquierda de AMLO .

* / ​Violeta Vázquez-Rojas/

Uno de los reproches más comunes que se hacen al actual gobierno, tanto desde la derecha como desde algunos sectores del progresismo, es que no se trata de un gobierno verdaderamente de izquierda. Si lo fuera, dicen sus críticos, sería mucho más vocal en la defensa de las libertades civiles, promovería una reforma fiscal progresiva y no ensalzaría constructos sociales, como la familia y la nación, asociadas con el pensamiento conservador.

“No ser de izquierda” se ha vuelto una recriminación más que una simple ubicación en el espectro político y eso, en parte, habla de un cambio cultural bienvenido: los principios de la izquierda se ven como deseables —aunque no haya un consenso sobre exactamente cuáles son, ni qué se vuelve alguien que enarbola unos y no otros cuando esos principios entran en conflicto—; mientras que cada vez menos proponentes de las posturas de derecha las asumen explícitamente.

Si bien López Obrador declara su postura política abiertamente como de izquierda, el suyo no es un proyecto ni social ni económicamente ortodoxo. A diferencia de otros movimientos o proyectos que han asumido como parte de su naturaleza la renuncia a disputar el poder político real —la llamada “izquierda testimonial”—, el de López Obrador siempre se propuso transformar la vida pública desde el gobierno y llegar a él por la vía pacífica —es decir, electoral—, lo que desde el inicio le impuso a su movimiento unos márgenes institucionales que las izquierdas “radicales” consideran inaceptables.

Varios analistas, entre ellos Adrián Velázquez o Edwin Ackerman, han escrito acerca de la aparente paradoja de que un gobierno de izquierda no impulse una reforma fiscal progresiva, o no abrace abiertamente las luchas emblemáticas de la izquierda social, como la despenalización del aborto o el matrimonio igualitario. Me propongo hablar de estos dos últimos puntos, aunados al papel preponderante que el proyecto obradorista le otorga a la familia.

Especialmente antes de llegar a la presidencia, la postura de AMLO respecto a la interrupción legal del embarazo había sido titubeante. Lo más atrevido que llegó a proponer, ya entrada su administración, fue que el tema se dirimiera en una consulta “a las mujeres” —un mensaje que, por más vago que intente ser, trae implícita la aseveración de que queda sólo en ellas el derecho a decidir—.

En 2007, el aborto se despenalizó en la Ciudad de México. Desde entonces y hasta esta administración, no se despenalizó en ningún otro estado de la República. Entre 2018 y 2022 el aborto se ha despenalizado en Oaxaca, H­idalgo, Veracruz, Baja California, Coahuila, Colima, Guerrero, Baja California Sur, Sinaloa y Quintana Roo. Con excepción de Coahuila, la despenalización se logró mediante reformas a la legislación local en congresos donde la mayoría está conformada por Morena y sus aliados.

En Coahuila se logró mediante una controversia a partir de la cual la Suprema Corte declaró inconstitucional la criminalización del aborto de manera absoluta. Si bien López Obrador mismo nunca asumió esta bandera como propia (como sí hizo, por ejemplo, Alberto Fernández en Argentina), ni impulsó reformas a nivel federal, lo cierto es que este avance no se habría logrado si, como aseguran los críticos, viviéramos bajo el manto de un gobierno autoritario y conservador en esta materia.

El matrimonio igualitario, de igual manera, ha visto un avance crucial en estos años. De ser legal únicamente en la Ciudad de México a partir de 2009, y cinco años después también en Coahuila, apenas este mes de octubre se aprobaron cambios a los códigos civiles estatales en las últimas cuatro entidades federativas —Guerrero, Estado de México, Tabasco y Tamaulipas— que faltaban para que se legalizara en todo el país. El presidente nunca manifestó una postura beligerante a favor, pero mucho menos en contra. Por el contrario, pareciera que mantenerse “dueño de su silencio” en estos dos temas ha facilitado —deliberadamente o no— los avances progresistas estado por estado, sin tener que enfrentar una reacción abierta en contra a nivel nacional.

El lunes pasado, el presidente reconoció que un aspecto en el que se aparta de las izquierdas tradicionales es su postura respecto de la familia: “yo no comparto con el pensamiento tradicional de izquierda dejarle el tema de la familia a la derecha”.

Frecuentemente repite que la familia “es la institución de seguridad social más importante”, una declaración que irrita especialmente a sectores progresistas que la interpretan como la aceptación de la derrota del Estado en su tarea de proveer bienestar. También es una afirmación chocante para quien reconoce que la familia es una institución patriarcal en la que se reproducen ideologías opresoras y prácticas violentas, especialmente contra las mujeres, los adultos mayores y los niños.

Sin embargo, para López Obrador, la familia, entre otras cosas, es custodia de tradiciones culturales, núcleo de pertenencia y red básica de solidaridad. Todo eso la conforma en un reservorio moral que es indispensable en un proyecto de transformación social. Si en el neoliberalismo la vida familiar se asigna al ámbito de lo privado —un núcleo, por cierto, cada vez más pequeño y aislado de los demás—, en el proyecto obradorista es un agente indispensable en la recomposición de la sociedad. Y es en esa coyuntura donde empatan la preponderancia de la familia y la política que privilegia los lazos comunitarios sobre las aspiraciones individuales. Determinar si el proyecto obradorista es o no “de izquierda” se puede hacer de dos maneras: una, verificando si las políticas y sus resultados encajan en categorías y condiciones preestablecidas según el canon de las izquierdas tradicionales.

La otra manera es ponderar hasta qué punto un proyecto puede adaptarse a una realidad nacional específica sin perder los principios constitutivos de la izquierda. Probablemente nunca lleguemos a un consenso en nuestra clasificación del gobierno obradorista dentro del espectro político, pero al menos podemos hacer lo posible por reconocer las bases de nuestro desacuerdo.

 

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