¿López Obrador hace verano?

SOBREAVISO.

René Delgado.

Proclive a exigir definiciones radicales a los demás, el presidente López Obrador hoy está impelido a precisar las suyas y, con ello, a darle no rumbo -porque lo tiene-, pero sí alcance, ruta e itinerario a su gestión, sobre todo, al verse afectada por el virus que ha puesto al mundo de cabeza.

Pese a la difícil circunstancia, el mandatario está ante una oportunidad, quizá la última, para replantear la posibilidad de su gobierno, antes de insertarse en el rejuego electoral donde por naturaleza se subrayarán las diferencias, no las coincidencias. Es una ventana estrecha, sí, pero es una ventana. Por ahí, podría salir de la ambigüedad y la equivocidad que le restan certeza política, certidumbre jurídica y confianza económica a su administración.

A lo largo del mes, el mandatario ha hilado varios puntos que, de pronto, podrían rescatar el tramado de su gestión. Logros significados por cuanto consigue y a veces por cuanto evita, pero cuyo denominador común ha sido negociar y acordar, no confrontar y romper. Ese hilvanado deriva del ejercicio de la política que, aun contando con respaldo popular, es menester practicar si se quieren efectuar cambios sin provocar inestabilidad, fracturas o fracasos.

Las definiciones presidenciales urgidas de precisión son sencillas en la apariencia, pero complejas en la realidad porque demandan esfuerzo, humildad, ánimo conciliador y capacidad de operación. ¿Quiere el mandatario hacer o no política en aras de darle viabilidad, en los límites fijados por la epidemia, a su proyecto? ¿Quiere separar el poder político del económico con o sin ruptura? ¿Quiere estrechar el poder militar con el político, a costa de la civilidad?

De la respuesta presidencial a esas interrogantes depende la posibilidad de rescatar la economía y la política, reencarrilar su administración y conjurar el peligro de perder no sólo el sexenio, sino la década completa. ¿Cuál es la definición presidencial?

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A lo largo de julio, el tono y modo presidencial han registrado un giro, cuyo sello ha sido la disposición a dialogar, negociar y acordar. Ha habido, sí, exabruptos, pero en lo sustantivo han dado un viraje. En suma, han reivindicado la política.

El encuentro con Donald Trump en Washington, marcado por la mesura; la visita a Guanajuato y Jalisco en ánimo conciliador con los gobernadores Sinhue Rodríguez y Enrique Alfaro; la aceptación para pactar con Emilio Lozoya los términos de su retorno al país y su eventual condena; el respeto al procedimiento adoptado por la Cámara de Diputados para designar a los cuatro consejeros faltantes del Instituto Nacional Electoral, sin apoyar a los ultras de Morena; el anuncio del proyecto de reforma a las pensiones, acordado con las partes involucradas y presentado con los dirigentes del empresariado y los obreros, Carlos Salazar y Carlos Aceves del Olmo; y la apertura para ventilar públicamente, sin pretextos, los motivos de la lamentable renuncia de Javier Jiménez Espriú a la Secretaría de Comunicaciones y Transportes… Esos acontecimientos dan cuenta del cambio del tono y la tonada presidencial.

Cada uno de los campos donde se advierte ese ajuste en la postura presidencial están relacionados con capítulos fundamentales y polos de poder determinantes de la posibilidad de la gestión: la relación con Estados Unidos, el desafío criminal al Estado en el Bajío y Occidente del país, el combate a la corrupción, el arbitraje electoral, la eventual y relativa desactivación de la bomba de las pensiones, la transparencia de las diferencias al interior del gabinete y el creciente rol del poder militar en la administración.

El punto a definir es si esas golondrinas hacen verano. Si implican un replanteamiento de la postura y actitud presidencial o si son excepciones en el estilo personal de ejercer el poder.

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Si el Ejecutivo exige a los demás definirse claramente de cara a su poder y quitarse la máscara, no menos se le puede pedir a él.

Rara la fascinación presidencial por subrayar el mando a partir de la confrontación, la descalificación y la animación del conflicto, así como la de clasificar como adversarios a quienes necesita, la nueva normalidad (si algún día se alcanza) reclama a su vez una nueva política, aquella que, ante la gravedad y prolongación de la epidemia con su brutal efecto sobre la economía, permita atemperar el daño y evitar un descalabro todavía mayor.

De ahí, la urgencia de salir del doble juego sin renunciar al derecho a hacer paradas cuando se necesite. De saber con precisión si el mandatario está dispuesto durante el verano a dialogar, negociar y acordar en beneficio del país, como lo ha venido haciendo en estos días.

Allá el Ejecutivo si, en verdad, considera que no es menester usar cubrebocas para evitar contagiar y contagiarse con el virus, pero lo que no puede exigir a los demás es quitarse las máscaras si él usa más de una.

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En semanas arrancará el proceso electoral 2021, el periodo ordinario de sesiones y concluirá el primer bienio del sexenio.

Esos sucesos señalan el agotamiento del plazo de una administración para sentar las bases de su gestión y el modo de desarrollarla. Marcan, pues, el final del fundamento y la perspectiva de un sexenio. Si eso ocurre en tiempos normales, en los actuales apremia la precisión. El momento nacional es en extremo delicado y, por lo mismo, urge tener certeza de la actitud y la postura presidencial para, así, saber a qué atenerse.

A lo largo de julio tuvo registro un viraje en el estilo presidencial de encarar problemas y se abrió una oportunidad. El punto es saber si ello constituye o no una rectificación. Si el mandatario piensa hacer o no verano, si cree o no en la política.

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