Luis Rubio.
El pasado ya no va a retornar: México y el mundo cambiaron, cada uno a su ritmo y circunstancia, por lo que lo único certero es que estamos ante un futuro distinto. El viejo “orden” se acabó; nos encontramos ante un quiebre histórico de enormes proporciones y mientras más tardemos en asimilar esta premisa fundamental, peor será ese futuro.
La propensión humana más natural es la de aferrarse a lo existente o, más comúnmente, a lo conocido. La imagen más clara en este sentido es la de los interminables esfuerzos que hacemos todos, todos los días, para intentar que el genio vuelva a meterse a su lámpara mágica. En lugar de lidiar con las nuevas realidades, soñamos con regresar a lo que había: que los ataques de septiembre 11 nunca hubieran ocurrido, que el candidato X (ponga el de su preferencia, no faltan) hubiera perdido. Es como querer meter la pasta de dientes de vuelta al tubo: no se puede. Lo único certero es que el pasado ya no existe; la gran pregunta es qué sigue.
Sumido en el conflicto por la independencia de la India, le preguntaron a Mahatma Gandhi qué pensaba de la civilización europea: su respuesta fue “sería una gran idea”. Alcanzar la civilización implicaría lograr un nuevo estadio de estabilidad, crecimiento y civilidad, tres grandes ausentes en nuestra realidad actual. Parece claro que el camino por el que vamos no permitirá que se materialice ninguno de estos elementos, por lo que la respuesta de Gandhi es sumamente pertinente para el México de hoy. La civilización se construye, no se da fortuitamente.
Es importante reconocer que la encrucijada en la que nos encontramos no es producto de la casualidad, ni es resultado, al menos en su origen, del gobierno actual. Ese mérito lo tiene una sucesión de varios gobiernos que realizaron cambios y reformas sin reparar en el conjunto que estaban construyendo, particularmente en el ámbito político: en una palabra, no construyeron la capacidad gubernamental para lidiar con las fuerzas sociales, económicas y políticas que estaban desatando. Pero sí hubo un gobierno que no sólo perdió el camino, sino que nunca lo encontró: nunca entendió por qué llegó al poder, para qué llegó al poder o cuál era su “misión”.
Las reformas comenzaron en 1983 porque no había de otra: los gobiernos de los setenta habían quebrado al país. Uno puede coincidir o no con la vertiente que cobraron esas reformas, pero no había ninguna alternativa a la urgencia de reestructurar al gobierno y estabilizar la economía. Los siguientes gobiernos le imprimieron su sesgo al proceso, unos con mayor visión y capacidad que otros; algunos con claridad de rumbo y otros con total incomprensión del reto.
Pero sin duda fue el gobierno de Peña Nieto el que nunca entendió, primero, por qué el electorado le dio una nueva oportunidad al PRI y, segundo, el enorme potencial que tenía en sus manos. En lugar de construir un “nuevo Estado”, el proyecto se limitó a avanzar algunas reformas (no desdeñables como veremos cuando se atore el carro en el futuro mediato) mientras se consumaba el robo del siglo. Sin el gobierno de Peña el México de hoy sería muy distinto.
Nadie puede culpar a AMLO de las causas de su victoria. La contundencia con la que ganó constituye una condena reprobatoria que no deja dudas del mensaje: el electorado se sintió traicionado por el gobierno saliente y se volcó de lleno hacia la única opción que ofrecía algo distinto. Y eso distinto es lo que hoy construye un orden diferente mirando hacia el futuro: no es solo otro gobierno, es otra manera de ver y entender al mundo.
En el planeta se debate mucho sobre el fin del orden mundial construido después de concluida la Segunda Guerra Mundial. La razón, al igual que al interior del país, es que hay nuevos actores, nuevas realidades de poder y nuevas reglas del juego. Nos encontramos en la etapa de las “vencidas” en la que el nuevo grupo en el poder va intentando imponerse en las diversas instancias e instituciones políticas, económicas, electorales y sociales. Poco a poco, van apareciendo nuevos criterios y valores, lo que afecta -para bien o para mal- la forma en que se asciende al poder, los derechos efectivos de la ciudadanía, la forma en que se conduce la economía y la manera en que se procuran los controles sociales.
Un nuevo orden no necesariamente implica menor pobreza, mayor igualdad o mejor situación económica. Solo implica reglas nuevas que responden a los grupos en el poder. Como en el mundo, nos encontramos en un momento de cambio en el que todo está en ciernes, susceptible de ser alterado, por lo que lo que hoy vemos puede no perdurar, todo lo cual crea un entorno de inexorable incertidumbre.
El presidente se ha abocado a intentar darles certidumbre a los diversos intereses sociales de que su concepción del viejo México es viable y el mensaje, guste o no, ha sido captado por muchos actores clave de todos los ámbitos -políticos, empresarios, líderes sindicales-, todos ellos buscando acomodarse. Se trata, sin embargo, de un escenario engañoso, de una calma chicha antes de que las fuerzas, intereses y valores del nuevo grupo gobernante hagan suyo el escenario político e impongan su ley. En una palabra, un nuevo orden que no por nuevo será benigno.