Oteando el horizonte

Paralaje

Liébano Sáenz

En determinado momento, el país puede padecer los peligros asociados al desencanto. Esto, para algunos, ya empieza a suceder en la medida de que las expectativas colectivas no se correspondan con la realidad. Son muchos aspectos los que contribuyen al sentimiento colectivo de una mejoría personal, familiar y del país; en el pasado reciente, el resultado de la elección, la toma de protesta y las primeras semanas del gobierno del presidente López Obrador potenciaron la certeza en muchas personas de que todo iba a cambiar para bien.

En diciembre y enero pasados vivimos una experiencia, quizás inédita, en términos de optimismo. Decisiones polémicas, como la clausura de la obra del aeropuerto de Texcoco, la cuestionable encuesta sobre la que sustentó esa decisión, la afectación de muchos por el problema de abasto de gasolinas o tragedias como la de Tlahuelilpan, Hidalgo, no alteraron las expectativas públicas sobre un mejor presente y un más venturoso mañana.

En este contexto, la novedad se volvió virtud. La manera como el presidente comparecía ante los medios de comunicación y planteaba a su modo y manera los temas relevantes para su gobierno, le dio resultado inmediato. Además de su capacidad para comunicar en términos inteligibles para el gran público, la parte emocional del mensaje prevalecía sobre la racionalidad convencional. Esto le permitía al presidente confrontar expresiones adversas de la realidad, bien sea descalificando a la noticia en sí misma, al emisor o al medio. La mecánica tuvo resultado para los primeros cuatro meses de gobierno. Adicionalmente, el presidente podía más que conducir la agenda informativa, saturar con su presencia buena parte de la información sobre la situación del país y sus problemas.

En abril, fuimos testigos no del agotamiento del modelo informativo, pero sí de una baja de su eficacia. Esto ocurre porque la reiteración del mensaje y del método funciona durante un terminado tiempo. El mantenerlo por un periodo largo va asumiendo costos, entre otros, la pérdida de novedad y por lo mismo de interés, particularmente, si lo que se anuncia o se propone no va acompañado de acciones subsecuentes. La sobre exposición lleva a errores y las correcciones -obligadas e inevitables- también han desgastado la credibilidad; el tono de confrontación no puede mantenerse indefinidamente, más cuando la denuncia mediática no es correspondida por un curso institucional.

El presidente, sin embargo, continúa con un elevado índice de aceptación y acuerdo. En el corte más reciente de GCE, está 10 puntos arriba del porcentaje de votación obtenido en julio pasado. Sin embargo, hay una disminución significativa respecto a su posición más elevada, que fue en enero. Pero el problema no es el nivel actual, positivo sin duda, es la tendencia. La experiencia previa indica que no son las buenas o malas noticias lo que determina la expectativa positiva; el tema es más complejo y remite a un asunto que se refiere al laberinto de las emociones colectivas.

Se ha vivido con intensidad emocional desde el inicio de las campañas presidenciales. Su activador principal ha sido el actual presidente. La elección y la toma de posesión se revelan como momentos de particular sensibilidad colectiva asociada a un cambio positivo. Es difícil que la población se mantenga indefinidamente en tal circunstancia. Las personas, las palabras y la realidad pueden ser las mismas, más no así la manera como se aprecian, porque el cambio está en lo profundo de la sociedad, no en quien lo comunica o lo que comunica.

El pronóstico es que la tendencia hacia la baja de expectativas es de continuidad y de allí el peligro del desencanto. No queda claro a qué ritmo, qué tanto y a qué sectores o regiones impacte con mayor acento. A pesar de la singular capacidad del presidente para comunicar y para imponer la agenda de su proyecto, se va perdiendo fuerza y eficacia porque la sociedad va asimilando como parte del paisaje lo que antes era excepcional. Estimo que el presidente tendrá que remitirse cada vez más a lo que no ha sido lo suyo: invocar más razones que emociones, y realizar el tránsito impostergable de un movimiento a un proceso institucional. La referencia al pasado como causa de las dificultades por ahora funciona, pero cada vez menos y en poco tiempo despertará inconformidad y, después, rechazo, asunto que forzosamente se vinculará con una percepción soterrada pero creciente, de que la realidad cotidiana de las personas y la del país no ha mejorado en al menos tres aspectos fundamentales: economía familiar, seguridad y calidad de gobierno.

El desencanto sin revisar el método del gobierno puede llevar a la polarización, situación inconveniente como forma de regular lo social y lo político. Es normal que siempre haya diferencias y desencuentros, pero el desencanto puede ser veneno puro si lleva al deterioro del principio fundamental del proceso democrático: la coexistencia civilizada de la diferencia, que como nos lo demuestra la historia, es de donde toman su fortaleza las naciones.

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