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/Ana Laura Magaloni Kerpel/
Como todos sabemos, el secretario de Seguridad Pública en Tabasco durante el sexenio de Adán Augusto, Hernán Bermúdez Requena, está prófugo. Tiene una orden de aprehensión por asociación delictuosa, extorsión y secuestro. Se le acusa de liderar una red criminal vinculada al Cártel Jalisco Nueva Generación. Su fuga y la investigación federal activa desde 2024 han desencadenado una tormenta política. La presidenta Claudia Sheinbaum y varios actores han pedido a Adán Augusto que dé explicaciones. El senador permaneció varios días en silencio y, cuando habló, no aclaró mucho de todo lo que se especula al respecto.
Bermúdez fue nombrado secretario de Seguridad Pública de Tabasco por el entonces gobernador Adán Augusto en diciembre de 2019. Su salida se formalizó a inicios de 2024. En ese periodo, Tabasco vivió una pequeña reducción en los homicidios dolosos, que pasaron de 565 en 2019 a 271 en 2023. Sin embargo, tras su salida, los homicidios se dispararon: 921 en 2024, el número más alto desde que hay registro. Esa secuencia -reducción de violencia durante su gestión, colapso tras su salida- apunta a un patrón conocido: la estabilidad no fue producto de instituciones funcionales, sino de acuerdos informales con actores criminales.
La pregunta de fondo es: ¿gobernó o no Adán Augusto con un pacto de facto con el CJNG? Más allá de su responsabilidad personal, la pregunta es estructural. ¿Cuántos municipios y entidades federativas en México cuentan con formas de gobernabilidad basadas en arreglos o pactos con grupos criminales? ¿Qué deben hacer Morena y la Presidenta al respecto?
Durante décadas, en muchas regiones del país, el orden se ha sostenido a través de pactos con las autoridades para que toleren ciertas actividades ilícitas a cambio de una reducción en la violencia visible.
Pactar o no pactar con organizaciones criminales no es solo una decisión táctica. Es un dilema estructural sobre el tipo de autoridad que se ejerce. Pactar puede reducir temporalmente los homicidios y facilitar gobernabilidad en regiones con presencia armada. Pero ese orden es precario: depende de acuerdos frágiles, reproduce la impunidad y fortalece a actores que desafían al Estado. No pactar, en cambio, implica enfrentar directamente a esas redes, lo cual puede detonar violencia en el corto plazo y desestabilizar estructuras locales. Ambas rutas tienen costos. Sin embargo, pactar siempre erosiona la legitimidad institucional. No pactar siempre exige capacidades estatales que en muchos casos aún no existen. Gobernar implica elegir entre estos riesgos. Pero sobre todo, implica definir qué forma de gobernabilidad es legítima y sostenible.
Claudia Sheinbaum, desde que fue jefa de Gobierno de la Ciudad de México, ha seguido una política de seguridad estricta. Para ella, pactar es siempre equivocado pues los pactos terminan siendo insostenibles y contraproducentes. La gran diferencia entre el obradorismo y el proyecto de Sheinbaum quizá esté aquí: en sus creencias profundas acerca de cómo se construye paz y cooperación social en los territorios violentos. Gobernar sin pactar no es solo una estrategia. Es una redefinición del sentido mismo del poder y de los desafíos íntimos que conlleva ejercerlo.