Adrián Ferrero
Me propongo interrogarme como crítico acerca de en qué consiste leer y escribir sobre varones y mujeres. Ignoro haber llegado a alguna inferencia conclusiva. Pero me he propuesto poner lo mejor de mí para que así sea. Procuré ser riguroso, responsable, pero también sincero.
Ahora bien: están quienes afirman que no existen una literatura escrita por mujeres y otra escrita por varones. Sino una literatura, a secas, más allá del género. Ignoran, un detalle nada menor, que consiste por ejemplo en que durante siglos a las mujeres les estuvo vedado esa práctica. La práctica de la voz. Que el universo semiótico de los textos anterior al que escribieran (esto es, la Historia literaria, entre otra clase de discursos sociales) quedó configurado así bajo el poder del varón. Y que, cuando una mujer o un varón se sientan a escribir, lo hacen a partir de ciertas premisas y representaciones simbólicas respecto de su género que se ponen de manifiesto en representaciones sociales tamizadas por la imaginación que se manifiesta en torno de una hegemonía singular. Está claro cuál es.
Una mujer, cuando se sienta a escribir, carga sobre sus espaldas con todo un canon masculino que a lo largo de los siglos se le ha impuesto como el hegemónico y que resulta, nos guste o no, pese a olas de movimientos de reivindicación y revisión, a mis ojos inamovible. Su poder de persuasión, de impacto simbólico se mantienen intactos, imperturbables. El socavamiento de ese poder simbólico resulta escaso en relación directa con el impacto que ese canon ha tenido en la configuración de ese museo de los textos que constituye una biblioteca. Por otra parte, han sido siglos durante los cuales las mujeres debieron estar allí para escribir y no lo han estado. De modo que hubo mucho por escribir que no lo fue. O no lo fue en el sentido de reivindicar ese espacio de simbolización tan necesario para los géneros como lo hubiera sido de estarlo en un nivel de paridad o equidad. Y para la generación de varones que acuerdan con ese canon resulta naturalmente cómodo, sencillo, apacible, proseguir con sus mismos parámetros, sus principios estético/ideológicos, mantener la hegemonía de sus clásicos, a los que ellos les imprimirán sus propios matices y les impartirán su bendición incondicional.
Probablemente prosigan con el mismo deseo de dominación que sus antepasados inmediatos.
Identidades sexuales alternativas se plantan frente a este canon desde la disidencia pese en muchos casos a pertenecer al mismo sexo porque evidentemente no se sienten representadas por ese poder patriarcal que tan dañino ha sido para ellos y con ellos. Tanto los ha humillado o bien dañado hasta límites irreparables e inconcebibles del sufrimiento. Desde un lugar o espacio de simbolización distinto del de las mujeres, sus grandes teóricos y teóricas también se han planteado la necesidad de una revisión además de un canon, del por qué y del cómo salir de una marginalidad que les impide una enunciación potente pese a su carácter de grupos cuantitativamente menores.
¿Y qué sucede con las mujeres? Pienso que existe esta presencia ineluctable de efectivamente haber internalizado desde muy pequeñas por obra de su constitución de sujetos de cultura parámetros patriarcales a los cuales muchas de ellas adhieren o frente a los cuales no se manifiestan disidentes. Y están las que, mediante múltiples destrezas, herramientas, recursos, lucidez crítica, habiendo padecido la parálisis o la descalificación, se plantan desde la rebelión. Pero hace falta mucha fuerza, valentía, poder de determinación, mucha fortaleza interior para afrontar esta tarea insurreccional, para confrontar contra ese todopoderoso adversario que atropella de modo prepotente desde generaciones adoptando un imaginario de la guerra, del enfrentamiento, de la relación de dominador versus vasalla. Y en ocasiones ese desafiante intento culmina (lo hemos penosamente visto en tantos casos) en suicidio, fracaso, derrota, violencia hacia sus personas, agravios, censura o autocensura. En otras ocasiones, el colmo, la manipulación del varón de los papeles de sus mujeres una vez ellas fallecidas, que hacen de sus diarios piezas para cortar y pegar según su propia conveniencia. En fin, un panorama perverso.
De modo que una mujer se sienta a escribir en el seno de un teatro incierto pero a la vez impuesto por dentro del cual el poder verticalista del macho aspira a amordazarla o a hacerla decir ciertas cosas con las que ella no está de acuerdo pero se la conmina a pronunciar. Se le arrancan palabras. Hay una voz abrumadora que obtura, que no permite un canal de expresión. O su expresión está cifrada en representaciones estéticas ajenas que se pretenden hacer pasar por propias. Hay voces que se le imponen como obligatorias o formas de hablar desde una ausencia de polifonía desde el género que la neutraliza como sujeto de enunciación autónoma.
En efecto, el género marca a la escritura. La marca desde el teatro imaginario en el que está teniendo lugar. Desde sus distintas escenas. Está teniendo lugar, en virtud de las decisiones que se toman (o no) al ejercer la escritura. En el momento preciso en que ha tenido lugar porque la corrección de un texto supone un borramiento, una serie de operaciones concretas en las cuales se pone en juego el poder. El poder del género. La autocensura, el acallamiento, los silencios que una mujer admite o de los que reniega tengan lugar. Y hablando de silencios. ¿qué sucede con los silencios presentes en la tradición? Esa mujer no siempre es capaz de servirse de esos espacios vacíos a partir de los cuales sentar las bases de su propio proyecto creador. Un silencio que bien podría ser reivindicado como altamente productivo. Bien visto, sería un espacio tan fecundo. Esos silencios en la tradición, en los que bueno sería las mujeres o las identidades sexuales alternativas encontraran un espacio para una enunciación de momentos simbólicamente activos en los cuales situarse. Para producir discursos literarios que hallaran un valor de significados sociales que fueran importantes para dar cuenta de representaciones sociales que antes no tenían nombre. De modelos a partir de los cuales poblar un momento de la Historia de Occidente que por algún motivo ha permanecido sin ser afrontado, o ha permanecido velado, cubierto con un lienzo que no ha sido descorrido y que oculta todo aquello de indeseable para el poder. Un vacío que un poder simbólico con riqueza sea capaz de colmar con experiencias literariamente interesantes. Contestatarias también. Inconformistas. Creo que esos vacíos en la tradición deben ser detectados, deben ser buscados, desde una política literaria identificados para también a partir de ellos formular nuevos paradigmas creativos. Para una fundación de nuevas experiencias estéticas de portento. Se puede crear desde el silencio que aún no ha sido silenciado una obra magnífica. Esos vacíos en la tradición dejan la compuerta abierta para que las nuevas generaciones encuentren el punto a partir del cual situarse.
Puede que esos silencios en la tradición sean espacios incómodos, perturbadores, generadores de inquietud, motivo por los cuales escribir a partir de ellos será una tarea sumamente difícil de afrontar. O bien una tarea según la cual poblar un silencio sea dar a luz a la voz, al sonido, a un reverberar según el cual de modo revelador el sonido se reúne con el significado en términos semióticos para dar cuenta de un estado de cosas que permanecía inexistente o permanecía en potencia. Pero puede devenir objeto estético. Es capaz de devenir, entre otras cosas, una voz. O varias a la vez.
De modo que evidentemente no da lo mismo escribir sobre varones que escribir sobre mujeres. Y no es lo mismo tampoco que lo haga un varón que que lo haga una mujer. Y no es lo mismo que un hagan las minorías sexuales. Se afrontan en un caso y en otro pasados completamente distintos. Momentos de abundancia simbólica en un caso. De amputación de la voz, en el otro. De resistencia simbólica distinta, que no llegaron a triunfar por cierto pero que sí han dado batalla tácita, implícita o de modo manifiesta. Y corresponde al investigador responsable y honesto hacerse cargo de esa situación concreta, realizada según ciertos términos en los hechos además de en el orden de lo simbólico según los cuales ha habido una incuestionable desigualdad. Y una violencia física y simbólica.
Existe una inestabilidad en ese supuesto equilibrio que muchos atribuyen a una escritura carente de toda crisis. Pero la crisis, guste o no, está presente. Lo ausente, lo sustraído, durante siglos (saberes, disciplinas, acceso a la educación, capacidad de producir conocimiento o arte en sus diversas manifestaciones) se hace presente en el momento mismo de sentarse a escribir una mujer o una minoría sexual en muchos casos. Pese a que ella goce en la actualidad de una situación de beneficio, se haya visto capacitada con las mejores herramientas, lo cierto es que existe un pasado de su sexo de naturaleza incontestable que es lo que ha configurado el universo físico y semiótico por dentro del cual ella se mueve, según el cual ella permanece en situación de desventaja, pese a que se piensa a sí misma, como una mujer plena de capacidades, diplomas, títulos, posgrados o una educación de privilegio. Ahora bien ¿es tal? ¿quiénes se la han impartido a esa educación? ¿qué disciplinas ha estudiado y quiénes las han configurado como tales? ¿quiénes han validado los métodos de trabajo según los cuales se abordan los distintos corpus de investigación? ¿quién ha elaborado esos planes de estudio? ¿quién ha tenido el poder de decisión en todas esas instancias? ¿quiénes han implementado esas políticas de educación?
Y, agregaría a ello, que las mujeres que escriben lo hacen de un cierto modo según los términos relacionales en que lo señalan los vínculos con los varones en lo referente al orden social y a la esfera pública. Si bien los lugares que las mujeres ocupan en la actualidad en la sociedad no son los mismos que hace un siglo. Si bien tienen acceso a los espacios de actuación, de gobierno, de dirigencia, su lugar sigue siendo un espacio en el que son gobernadas. La sociedad las pone en esa situación y si bien la oficina en la que trabajen puede que sea su pequeño lugar de poder, pequeño coto vedado en el que se mueven con una libertad relativa, el entorno del mundo entero, sitúa a su colectivo en un contexto de disparidad peor sobre todo en un contexto según el cual el mundo ha sido configurado, como dije, simbólica y materialmente desde la perspectiva del varón. Serán líderes importantes para sentar las bases del futuro, pero también si no participan de iniciativas para revertir un orden social según el cual quedan supeditadas al gobierno del varón dominante, la mujer será una figura siempre bajo la tutela de alguien más poderoso que no es ella. Dimite de su condición de sujeto de decisión.
El estado de cosas no beneficia a las mujeres. Largo sería (e innecesario, a esta altura, se ha hecho y dicho tanto hasta el cansancio), elaborar una lista según la cual ser mujer en esta sociedad constituye una condición desventajosa respecto de ser varón. Otro tanto pertenecer a las minorías sexuales.
Al punto al que quiero llegar (y en el que quiero ser claro) es que las condiciones del sistema literario favorecen al varón, por lo general heterosexual y dominante.
Las escenas de la escritura son distintas en un caso y en otro porque el lugar asignado atributivamente en la sociedad es otro en los distintos casos. En estas escenas se juegan, compiten, se miden, litigan, contienden, distintas fuerzas. Incluso la mujer más crítica puede que se esté debatiendo entre prácticas o roles o el uso de un orden simbólico frente al que no acuerda. Frente al que está en disidencia. Se trata, en definitiva, de una arena de combate. La escena imaginaria de la mujer contempla la representación social de otras mujeres (por lo general en su misma condición, son pocas las que piensan en madres culturales poderosas), la de los varones en su hegemonía, un pasado que no las respalda, la de una biografía que ha estado sometida a desventajosas marcas respecto del varón, que pueden ir desde la discriminación a la agresión en cualquiera de sus formas. Su lugar en la sociedad es el de una persona subalterna. ¿Cómo evitar esa “alteridad inferiorizante” en palabras de Simone de Beauvoir enunciadas ya desde 1949? Resulta difícil responder a esa pregunta, porque no creo en las recetas. Menos aún en las generalizaciones. Cada caso responde a factores singulares, que deben ser atendidos o evaluados de un modo particular. Cada caso debe ser analizado según sus respectivas coordenadas. Pero lo cierto es que sí hay grandes tendencias a las cuales conviene prestar atención si se aspira a pensar el género en la escritura. O la escritura inscripta en el género. Y leer el mundo desde el género.
Por otro lado, la elocuencia de ciertos varones al verse amenazados por políticas de la resistencia los vuelve particularmente susceptibles a la descalificación o a la puesta en guardia, al ataque, la agitación o la negación. Está esta idea tan instalada de que toda mujer o toda minoría que pone en cuestión está provocando, llamando a una agresión. Cuando lo que en verdad sucede es que está dejando por sentado una protesta. El poder otorga tal seguridad al poderoso, que ante el menor atisbo de rebeldía reacciona desde la hostilidad, la negación, las excusas, el escapismo. No son tantos los varones que conozco capaces de elaborar una autocrítica. Al menos según el modo en que ejercen sus prácticas profesionales, en que dialogan en espacios de poder con las mujeres, en que las consideran (o no) interlocutoras como pares. Otros tanto con las minorías sexuales, a las cuales suelen discriminar o bien mofarse descaradamente. Por lo general, suelen cambiar de tema o considerar que esos no son temas que (profundamente) le competen a un varón. Hablar de género no suele resultar un tema interesante para buena parte de ellos. Los institutos interdisciplinarios de estudios de género (lo he comprobado durante mi paso por ellos) están plagados de mujeres en tanto escasísimos varones aparecían en una minoría sintomática. Cuando en verdad compromete variables relativas al poder, al verticalismo, a los espacios sociales, a los roles sociales, al sistema de asignación de económica, a los espacios de asignación a capital cultural, entre muchas otras variables que competen o deberían a la sociedad toda. O está invisibilizada la contienda de siglos. O bien no parece importar demasiado para muchos varones (no para todos, tampoco voy a generalizar en este punto porque sí he visto a muchos sentarse a discutirlo). El poderoso no está dispuesto a discutir su poder. Lo da por hecho. Lo da de hecho. Y no lo considera sometido a debate.
Las mujeres alienadas en el discurso del patriarcado escriben según esa falsa consciencia según la cual hacen propias premisas que no son las que les son inherentes pero sí creen que lo son. No existe toma de distancia del patriarcado, sino aquiescencia. De modo que es que como si efectivamente lo fueran “en los hechos”. Naturalizan la posición hegemónica plegándose a ella pero pasan por alto que no enfrentar (si lo advirtieran) esa posición de inferioridad que o las ignora o las convierte en figuras de adorno o satelitales, de sumisión muchas veces encubierta por la adoración trivial (como la celebración del glamour) resulta peligrosa. Pierden capacidad de ser representadas tanto como la de autorrepresentación.
No da lo mismo entonces escribir desde los distintos posicionamientos del género. Ni el del crítico capaz (o no), de afrontar una crítica y una revisión de sus propias premisas de trabajo, de sus corpus, del tipo de corpus que elige para trabajar (u omite, síntoma tan significativo como el anterior), la metodología de abordaje y los enfoques. En efecto, considero un acto de honestidad intelectual para un crítico afrontar la circunstancia de que está escribiendo sobre mujeres o sobre minorías sexuales (lo que suena obvio, pero no todos lo hacen), realizan un abordaje de corpus largamente o bien inferiorizados o bien estigmatizados. Y no da lo mismo el modo en que esos corpus han sido producidos ni son consumidos por los lectorados que, a su vez, harán circular representaciones sobre ellos completamente distintas también, a la luz tanto de las producciones literarias como de los discursos críticos (quienes tengan o así deseen tener acceso a ello). Hay corpus que de hecho jamás lo son. Son los que se oponen a la cultura oficial o los que la cultura oficial se resiste a asumir como parte de su patrimonio en tanto que nación. De modo subterráneo, ciertos corpus para existir y deben irrumpir en la escena pública en ocasiones de un modo que agite. En otras, simplemente que cuestione.
Lo reitero. No se puede generalizar. Una mujer que escribe con consciencia de género, está al tanto de lo que significa hacerlo desde una posición inferiorizante, con un canon por detrás que históricamente la ubica en un espacio de subalternidad manifiesta. En tales casos se escribe de un modo. Las representaciones sociales, el nivel de escritura, la capacidad de transgresión, la ruptura de estereotipos, el nivel de exigencias con la construcción identitaria de ambos géneros por dentro de la ficción que elabore será una (o será otra de la cristalizada). El modo en que construya a la alteridad en el seno del texto literario será otro. Crítica o acríticamente en el caso contrario. Frente otra mujer que no tiene ninguna de estas herramientas teóricas, el trabajo literario, a mi juicio, repite estereotipos más que innovar en una escritura que, desde el género, realice (o no) aportes manifiestos a la economía de representación desde el género. Tanto desde los temas, los contenidos, las formas, el desvío de esas formas en función del género que las ha gobernado y ellas se resisten a seguir acatando.
Esta circunstancia es perceptible, para un lector entrenado, a poco de abrir un libro. Tanto en el caso de un varón como de una mujer. Si repite o si transgrede. Entre una u otra de las dos operaciones, de deconstrucción y reconstrucción de nuevas subjetividades sociales a partir de las cuales el propio texto se manifiesta en un doble sentido: es producido y es un producto, es emitido y queda plasmado, las poéticas son otras. Son otras las políticas de la sexualidad, políticas de la representación y las políticas de la autorrepresentación. Por lo tanto, existirán tipos de poéticas críticas, que toman distancia del estado de cosas en vigencia. Y dependerá de la condición de cada quien, más o menos elegida, más o menos condicionada por su educación que haya recibido, de cual tomará o no distancia, por la responsabilidad, por el compromiso que adopten en su trabajo desde la perspectiva del semejante para que no se reitere una Historia de desigualdad. Hay una formación pero también de reforma o bien una transgresión de afrontar ese orden dominante establecido para, de modo desafiante, configurar textos que con un ojo puesto en la tradición, tengan otro puesto en el futuro. Y entre los que apuesten al futuro, de los que apuesten a estar a una vanguardia.